Maximiliano Benítez
Se cumplen 300 días de la guerra en Ucrania. Lo escuché esta mañana en el canal 24 horas mientras desayunaba un croissant y un café instantáneo. Según los datos, y antes de que la periodista pasara a hablar de la gesta argentina en las antípodas de la sifilización que dijera Van Helsing/Hopkins, han fallecido unos 7000 civiles, aproximadamente, de los que al menos 400 eran niños. Me dije “qué horror” y salí a la calle, a la parada del autobús, al centro de la ciudad que vive su bucle de paz y amor. Me obligo a recordar las imágenes de la noche anterior, las del documental de casi 3 horas sobre la Guerra civil española. Críos muertos por los ataques aéreos, por el asedio de las tropas, por el hambre y el frío. Pienso en mi hijo mayor, tan voluble, tan yo, y en la pequeña, que lleva en el ceño la marca del desencanto. Me pregunto, mientras continúo mi censo de la actividad ajena en la que al final me veo envuelto aunque sólo sea en calidad de observador, si acaso no convertirán ellos cada uno de mis pasos en periplo, en una vuelta a casa que abarca varias generaciones y que trasciende (por inocua, por porfiarse simplemente en vivir) toda tragedia humana o ímpetu de la naturaleza a la que tenemos cada vez más cabreada.
Regreso a casa a pie, esquivando latas de sardinas en forma de autobús, familias con cuernitos de reno, colas aguardando a las puertas de los locales de comida rápida que cortan la calle en dos para eventualmente deglutir, fotografiar, compartir, comentar, caiga quien caiga. Llego junto a la noche. Caliento un poco de café. Enciendo el ordenador. Escribo: “Nadie duerme en el carro que conduce de la cárcel al patíbulo”. Donne. Genial. Me da por pensar nuevamente en mis hijos. Me veo con ellos unos pocos años ha. La Casa de Campo, los bocatas, el porvenir como algo lejano. Me dejo atrapar por la melancolía, por el poeta fingidor de Pessoa, por los padecimientos sobre el papel de la pantalla del ordenador, tribulaciones que ahora hago propias y de todos los que un buen día subimos al carro con la conciencia de la suerte echada. El cielo se abre más allá de la sierra.