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Alberto Giacometti, el arte de no terminar nada

Maurizio Bagatin

El misterio de lo inacabado viene a ser a la larga el propio misterio del mundo, como en un aforismo de Lichtenberg o en el circulo vicioso de la producción de peces de oro de Aureliano Buendía.

El arte de no terminar nada es cosa seria, lo sabia Cioran. El arte surrealista tal vez fue una destrucción de un mundo, de un estado de animo ya vencido y que buscaba una sustitución. Después del Futurismo que pedía del hombre proposición y disposición, ¿qué podía venirse? El arte neurótica, tal vez, los paseos por Montparnasse, mejor si es por los jardines de su cementerio, sin observar la tumba de su mas ilustre huésped, Baudelaire. De el nos queda su mas profundo enseñamiento: “Por mi parte, saldré ciertamente satisfecho/de un mundo en el que la acción no es hermana del sueño”.

El neurótico ideal fue Giacometti, moldeando interminables esculturas, carne y piel femenina antes palpada, viviendo la última locura del fuego parisino, luego vendrán los estudiantes y Lacan. Es el vino y la insoportable levedad del ser que derrumbó también a Piero Ciampi “Litaliano”. Es la Paris que, desde un retrete lleno de libros o desde una buhardilla en descomposición, adoraron Miller y Modigliani. No aquella de la comodidad de Sartre.

El arte en un retrato interminable es el reflejo de la insatisfacción perfecta, el horror que sentía Degas, ya ciego, en tocar con sus propias manos su autorretrato, el trato psicológico que James Lord supo ofrecer a su retrato y al retrato de Alberto Giacometti.

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