Juan Jesús Martínez Reyes
En la mañana, había aparecido algo extraño. Algunos campesinos encontraron un esqueleto al borde de la acequia, y nadie supo cómo y por qué estaba allí.
En los linderos de las montañas de nieve, allí donde los agricultores labran los cerros y florecen bajo la inclemencia del frío, las plantas, que son el prodigio de la naturaleza, vivían dos familias. Ahí, ambos miembros del hogar trabajaban criando y arriando ganados, que era su sustento esencial.
La modesta casa de Clotilde era de adobe, mientras su corral; un cerco de carrizos, colindaba con la de la señora Santos, cuya vivienda estaba construida de cañas y yeso, precisamente en el corralón de sus hogares, estaban las cocinas. Por ello, solían conversar al atardecer, mientras preparaban algo en el fogón.Una noche se quedaron solas, pues sus esposos tuvieron que hacer un largo viaje. Mientras preparaba la cena en su estufa, Clotilde preguntó a su vecina:
– ¿Santos, estás ahí?
– Sí, vecinita.
– Disculpa la molestia, Santos, ¿No tendrás un poco de azúcar que me regales?
– Sí, ven nomás. Además así podemos conversar.
– Ahorita voy.
Cuando llegó a la vivienda encontró la puerta semiabierta, pero igual tocó. Al instante, escuchó la voz de Santos:
– Pasa vecinita. Cierra la puerta.
Al ingresar, y debido a la densa oscuridad de la noche, Clotilde solo pudo divisar la figura de una sombra. Además percibió algo extraño en Santos, quien estaba vestida de negro, y se veía delgada. Ante todo ese misterio preguntó:
– ¿Por qué está tan oscuro?
– Es que se me acabó el kerosene, por eso no puedo prender mi lámpara.
– ¡Ah! Era que me avises.
– No importa. Toma asiento.
– ¿Y qué estás haciendo?
– Hirviendo agüita.
– Ah, ya. ¿Vas a hacer caldo?
– No, solo té. ¿Quieres un poco?
– Sí. Gracias.
Clotilde se sintió intrigada, porque Santos se mantenía agachada y no le daba la cara. Su vecina le dio el azúcar que le había pedido. Cuando extendió su diestra, Clotilde vio una mano huesuda, cuyos huesos delgados y amarillentos eran unos garfios. Sintió una trepidación en todo su cuerpo, y un inmenso miedo creció dentro de ella. ¿Será algún difunto?, ¿O un demonio?, se preguntó Clotilde aterrada. Frente a ella estaba ese ser vestido de negro, al cual no podía ver el rostro. Sin embargo, controló su miedo con esfuerzo.
Cuando su vecina se acercó a la olla para ver si ya hervía el agua, Clotilde sopló con fuerza el fuego de la leña, y al elevarse la llama vio el rostro de Santos, en él solo había dos cuencas vacías, oscuras y siniestras. Una ráfaga eléctrica le pasó por la médula, un raudo temblor le hizo oscilar el cuerpo, y un inusitado pavor le invadió el alma. ¡Es la muerte! Ha venido a llevarme, pensó Clotilde, llena de terror. ¡Tengo que escapar! ¡Tengo que huir!, pero… ¿Cómo? Controlando el pánico que la invadía, decidió hacer algo.
– Ya vengo vecinita, he dejado abierta mi puerta.
– ¡No! No te vayas.
– Pero vecinita tengo que cerrarla. Pueden entrar ladrones…
– No, no me dejes sola. Espera un ratito.
– Ya, vecinita.
Clotilde esperó que se descuidara la muerte, y cuando esta se agachó para sacar su olla del fogón, ella abrió la puerta y salió corriendo despavorida por el campo. Pero la muerte la vio salir, y corrió detrás de ella, gritándole:
– ¡Vecinita, no te vayas! ¡Regresa!
Se volvió, y vio que la muerte la seguía. Sintió los latidos de su corazón golpeándole sus sienes, podía sentir como latía con vehemencia. Corría por su vida. Se volvió otra vez y se percató con pavor, que la muerte ya la estaba alcanzando. Su piel se puso como de gallina y un inmenso terror, que crecía dentro de ella, le impedía gritar. Un sudor frío pasaba por su rostro, mientras el viento ululaba anunciando una desgracia.
Cuando escuchó sus llamados y sus pasos cada vez más cerca. Clotilde pudo sentir un fuerte hedor que emaba de la muerte, y su resuello semejante a un sonido infernal, de ultratumba. La muerte estaba a unos cuantos pasos de cogerla, y ella ya podía presentir lo que pasaría si la alcanzaba.
Clotilde logró saltar una acequia, y siguió corriendo por los campos de sembríos sin importarle la fatiga, que comenzaba a sentir. Volvió nuevamente el rostro y para su sorpresa, la muerte se había quedado inmóvil al otro lado de la acequia, no podía cruzar. Entonces se detuvo y vio como la muerte desesperadamente la llamaba por su nombre, agitando los brazos y dando alaridos como venidos del mismo averno. Se persignó, le dio las gracias a Dios y, siguió corriendo…
En la mañana, había aparecido algo extraño. Algunos campesinos encontraron un esqueleto al borde de la acequia, y nadie supo cómo y por qué estaba allí.