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Gary y la mentira esencial

¿Qué gravísimo delito habrá cometido en vida el general Gary Prado Salmón para que los comandantes de su institución hayan olvidado asistir a su entierro?, ¿qué crimen tan deshonroso habrá sido el suyo, a partir del cual ordenaron privarlo de las pompas funerarias dignas de uno de nuestros mayores héroes de uniforme?

Urge quizás entonces escarbar en sus presuntas temibles fechorías para constatar si el maltrato presenciado esta semana en Santa Cruz tuvo acaso algún asidero insospechado del que no habíamos tomado conciencia hasta ahora.

Lo primero que brinca a la vista es el rigor con el que Prado Salmón nadó a contracorriente de tantos historiadores foráneos empeñados en digitar a control remoto nuestro sentido como comunidad nacional. Quizás sin ser muy consciente de ello, nuestro General recién fallecido desmintió desde 1987 la mentira esencial sobre la cual la izquierda marxista latinoamericana y anglosajona construyó una mirada idílicamente revolucionaria de nuestro país.

Provisto de su vivencia personal como soldado, pero también de sus dotes como investigador, Gary Prado sostuvo en “Poder y Fuerzas Armadas” que la institución militar no fue ni liquidada ni destruida en abril de 1952. Lo hizo sin alharacas, apegado a los datos, tal vez ignorando o simplemente arrinconando con timidez las patrañas garabateadas en inglés o francés dentro de combativos seminarios tan rojos como alejados de nuestras latitudes.

Así, por ejemplo, en enero de 1967, Régis Debray, el teórico guerrillero más celebrado de esa década, fabulaba lo siguiente en su libro “¿Revolución en la Revolución?”: “En 1952, los mineros destruyeron al ejército de la oligarquía (…) dejan a la burguesía nacional reconstruir al ejército (…) el ejército, puesto en pie por la burguesía se traga a ésta con un golpe. De los Estados Unidos llega la orden de destruir al movimiento obrero y la Junta Militar arresta a Lechín”.

Podría pensarse que esta manera aberrante de contar los hechos obedecía al interés visceral del gobierno cubano, patrocinador de Debray, por remachar la narrativa guerrillera lista a detonar en Ñancahuazú, donde el Che esperaba, ahora sí sin falta, acabar para siempre con aquel pretendido títere del imperio.

Pero no, no era una fiebre momentánea. El embuste del fin del ejército boliviano a manos de las dinamitas proletarias siguió inalterable hasta nuestros días. Así por ejemplo, Hernán Pruden, reputado académico argentino, tropezó en la misma aseveración en 2012 desorientado probablemente por los lentes opacos de James Malloy. Pruden afirmaba hace solo 11 años que la élite cruceña de la década del 50 “tenía sin duda reticencias (con el MNR), en particular frente a las medidas más radicales como (…) la disolución del ejército”. Para entonces el libro de Prado Salmón ya tenía 25 años en las bibliotecas. ¿Para qué seguir entonces apuntalando esta mentira esencial?

Inventar la supuesta disolución del ejército en 1952 alentaba y aún alienta hoy la idea de que el 9 de abril hubo una revolución más radical en sus formas que en sus contenidos, una revolución desfasada y, por tanto, inconclusa o incluso traicionada por sus conductores. La evaporación de las Fuerzas Armadas por el paso de los insurrectos civiles y carabineros de La Paz, El Alto y Oruro (Bolivia es mucho más grande) permite todavía sostener el caminito trazado por Debray, es decir, “hubo una revolución radical, armada y profunda, una burguesía mimetizada en su vientre, un imperio al acecho otorgando sobornos y por consiguiente, una restauración oligárquica”. De ahí se derivaba precisamente el programa de la izquierda marxista: despojar al movimientismo de su rol de vanguardia política, reemplazarlo y concluir la revolución haciendo honor a su glorioso origen: la supuesta demolición física del estado burgués. Suena lindo, pero es puro cuento.

Pues bien, Gary Prado Salmón optó por los hechos a fin de desechar la ficción ideológica. En su libro se ve la continuidad de las Fuerzas Armadas y sobre todo como los retratos de Busch y Villarroel restituyeron aceleradamente el rol que los militares jugaron desde el minuto uno de la Revolución Nacional. ¿Acaso no queremos registrar la férrea alianza entre uniformados y movimientistas entre 1943 y 1949?

Sí, Gary Prado desnudó la mentira esencial de quienes se sumaron al Che en 1967. Capturó al argentino, respetó su vida, pero en los hechos hizo algo más imperdonable: lo superó en el plano de las ideas. He ahí su mayor delito. Gracias por eso mi General.

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