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Ahora tengo la nostalgia

“(…) vengo de la piel que tengo de ustedes
vengo de robar el ultimo clavel,
yo vengo, yo vengo, yo vengo, yo vengo.” 
Piero Antonio Franco De Benedictis. 

Márcia Batista Ramos

Vengo del sur de Brasil, de Rio Grande do Sul, mi linda tierra gaucha, donde sopla el viento Minuano. Un viento frío, helado que llega seco y cortante desde el sudoeste trayendo el aliento polar. Su nombre viene de los minuanos, un pueblo indígena de raza guerrera y bravía, que habitaba la región. Pero sobre el viento, decía mi abuelo con la cuia en mano, mientras degustaba su chimarrão:

 – “Este viento, no solo trae frío, cuando llega trae advertencias. El gaucho, desde tiempos idos sabe leer el viento como quien lee el destino”.

El chimarrão gaucho es una ceremonia silenciosa que habla de hospitalidad. Se prepara con yerba mate verde, fina, suave, en una calabaza llamada cuia. El agua caliente destila la yerba, y uno sorbe el amargor tibio por una bombilla de plata con pico de oro. Esa pajilla, caña o sorbete que usamos los gauchos es siempre de metal; y la cuia pasa de mano en mano, gesto antiguo de confianza y amistad.

Mi abuelo decía que, antes del amanecer, el primer sorbo servía para despejar el alma y despertar el campo mojado por el rocío.

En algunas noches de verano, cuando la luna llena iluminaba los caminos, conversábamos afuera de la casa bajo el titilar de las luciérnagas. Entonces los abuelos hablaban más despacio, casi en secreto, y decían que los difuntos seguían rondando la casa, velando por el ganado y por la familia. Por eso encendían velas en las noches de tormenta, para pedir protección.

 Asimismo, por la impresionante imagen de la luna, ellos siempre comentaban que la luna llena hacía florecer los campos y crecer el cabello. Muchas veces, mi abuela cortó las puntas de mis trenzas bajo esa luz.  Sin olvidarse de comentar que, por el contrario, durante la luna menguante, nadie debía plantar, cambiar su plata o cortaba leña: todo menguaba con la luna.

Transmitían el conocimiento heredado de sus abuelos —esos abuelos que nunca pisaron la tierra brasileña, pero que les grabaron entre ceja y ceja que la mesa era sagrada. Por eso dejar un cuchillo sucio sobre la mesa era una falta de respeto: había que lavarlo enseguida, para quitarle el peso de la sangre.

 Cuando estoy en la ciudad, no siempre recuerdo su sabiduría. Pero en esos días que me recojo en mi finca, todo me trae los recuerdos de los abuelos: si el perro aúlla en la noche, es porque se acerca una tormenta. Si el caballo relincha sin motivo, anuncia la llegada de un visitante. El campo siempre daba una señal, decían los abuelos. Hoy, creo que el campo sigue dando señales, aunque uno viva distraído.  

A veces, se queda todo difuso en mi mente, todo tan lejos, casi ajeno. Pero si el alborozo de la vida digital lo permite, regreso a sus voces. Recuerdo a mi abuelo explicando que, en el tiempo de su abuelo, la palabra, era casi sagrada, valía más que el papel. Quien prometía, cumplía. Faltar a la palabra era manchar el alma y el nombre de la familia. Y siempre recalcaban que la familia no podía pelearse por cosas, porque solamente los muertos de hambre peleaban por las herencias.

Así, a la hora de la comida, en las horas bajo la luna o frente al fuego, ellos repetían aquellas enseñanzas que sus abuelos les dejaron y que les ayudaron a pasar la vida.

Antes de llamar al médico, un mate o una oración. Siempre una ramita de ruda y la fe bastaban para curar el mal de ojo y el miedo. Tantas cosas tan grandes, tan pequeñas. Tal vez, sin darse cuenta. ¡No sé!

Ahora tengo la nostalgia de la fogata que parecía sagrada, ya que nunca se apagaba con agua para no atraer la mala suerte. Un buen fuego se extinguía solo, en paz.

Al igual que se extinguieron los abuelos, en la madrugada, cuando todos pensaban que estaban dormidos…

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