Acapulco está destrozado. El gobierno ha querido confiscar la solidaridad de los ciudadanos. A la inacción e impericia de las autoridades ante la tragedia, se añaden los intentos para descalificar u ocultar la información sobre el sufrimiento en esa zona.
A las 6 de la tarde del martes 24 de octubre, hora de México, el Centro Nacional de Huracanes, ubicado en Miami, expidió una alerta especial: “1. Se pronostica que Otis será un huracán de categoría 5, potencialmente catastrófica, cuando llegue esta noche, o la madrugada del miércoles, a la costa sur de México, y los preparativos para proteger vidas y propiedades deben acelerarse”. A las 9 de la noche, un nuevo reporte anticipaba “un escenario de pesadilla”.
Los informes del NHC, por sus siglas en inglés, están disponibles en su sito web. Los meteorólogos los consultan constantemente. Se puede asegurar, a partir de ellos, que al menos seis horas antes de que el huracán Otis destruyera a Acapulco, se sabía que tendría una intensidad inusitada.
No es verdad, como se ha dicho, que el gobierno de México supo de la magnitud de Otis con un día de anticipación. Pero contó con esa información desde la tarde del martes 24 y no reaccionó de acuerdo con tal emergencia. A las 20.25 hrs. en la cuenta del presidente López Obrador en Twitter, un “atento aviso” decía que Otis entraría por la Costa de Guetrrero con fuerza de categoría 5, pero entre 4 y 6 de la mañana. En las playas de Acapulco, la tarde de ese martes hubo personal de Protección Civil federal que, con megáfono, solicitaba “de la manera más atenta” cuidar a niños y ancianos. Es curioso ese estilo para avisar de una tragedia inminente de manera tan comedida, como si los ciudadanos se pudieran ofender. Sobre todo, es notorio el desdén o la imprevisión oficial ante el desastre que venía. La comunicación del Estado no empleó a los medios masivos. Aunque sabían de sus dimensiones, los responsables del gobierno de México no entendieron la gravedad del huracán que estaba por llegar.
El mismo martes, a las 22.30, el noticiero principal de Televisa comenzó diciendo que en pocas horas Otis golpearía la costa de Guerrero. Mientras se veían imágenes satelitales del NHC, el conductor Enrique Acevedo anticipó: “estamos frente a un fenómeno extremadamente peligroso para los millones de personas que viven en el cono de preocupación que abarca desde el puerto de Acapulco hasta Tecpan de Galeana”.
Hubo poco tiempo para prepararse ante la devastadora magnitud de Otis pero esas escasas horas no fueron aprovechadas por el gobierno, en ninguno de sus niveles. Justo cuando el vendaval entraba a la bahía, en Acapulco el secretario de Gobierno de Guerrero inauguraba la Convención Internacional de Minería con centenares de asistentes. Ni entonces, ni después, funcionaron los protocolos diseñados para enfrentar emergencias.
El desconcierto, la improvisación y la insuficiencia de las autoridades federales, comenzando por el presidente de la República, fueron evidentes. Las autoridades locales, simplemente se ausentaron.
Parecía inverosímil que, ocho horas después de los peores momentos de la tormenta, el gobierno no tuviera comunicación con Acapulco. Allí existen una base naval y una zona militar. Por lo visto en ninguna de ellas había un teléfono satelital, ni servicios de radiocomunicación. Más inaudita fue la expedición que, el miércoles 25, emprendió López Obrador. Tomó la carretera sin que el Ejército la hubiera despejado, se subió a un jeep militar que se quedó atascado y terminó viajando en la camioneta privada. La cabeza del Estado mexicano, en estaquitas. El presidente se puso en ridículo y puso en ridículo al Ejército y todo ello para nada, porque ni siquiera hay constancia de que haya llegado a Acapulco. Si lo hizo, fue para estar unos minutos y luego regresar en helicóptero a la Ciudad de México.
La de López Obrador a bordo del jeep, entrampado en el lodo, con dos soldados trepados sobre el cofre del vehículo (que en vez de ayudar lo hundían más en el fango) mientras, más atrás, varios funcionarios se miran desconcertados sin hacer nada, es la imagen que mejor representa la ineptitud del gobierno. Pasmado el presidente, preocupado fundamentalmente por su imagen personal, su gobierno deja de tomar decisiones indispensables ante la catástrofe.
López Obrador ha intentado soslayar las dimensiones del daño, controlar la información y monopolizar las tareas de rescate y ayuda. Los datos del número de víctimas en Acapulco y otras poblaciones han sido regateados y rehuidos. Decir que los muertos por el huracán “no fueron tantos” y que “la naturaleza, el Creador, nos protegió”, como afirmó el viernes 27, es un agravio para las víctimas y sus familiares. A medios y periodistas que han registrado el tamaño del desastre, el presidente ha querido calumniarlos.
López Obrador prohibió que las organizaciones ciudadanas y cualquier institución distinta a su gobierno distribuyan la ayuda que han reunido para la gente de Acapulco. La realidad se ha impuesto y los camiones de organismos como la Cruz Roja han podido llegar al puerto. La solidaridad con Acapulco es indispensable. Resulta inaceptable que se quiera confiscarla, o politizarla.
Hay reportes de abusos y latrocinios por parte de las Fuerzas Armadas. Por otra parte los saqueos en Acapulco, que la alcaldesa de ese sitio quiere justificar diciendo que son muestras de “cohesión social” (sic) han sido tolerados por Ejército y Guardia Nacional.
Para que Acapulco se levante de sus ruinas tendrán que pasar años. Hacen falta organización y recursos. Es urgente la atención a centenares de miles de personas que necesitan vivienda e ingresos seguros.
Si hubiera un compromiso auténtico para atender esta emergencia y emprender la reconstrucción, el dinero acumulado para el Tren Maya podría ser reorientado hacia Acapulco. La recuperación del puerto y sus alrededores requiere de una enorme operación del Estado y la sociedad mexicanos. Aunque el conductor de ese Estado insista en quedarse atascado, rescatar Acapulco debe ser una causa de todos.