Bolivia ha cerrado un ciclo de más de dos décadas de subvenciones a los combustibles. Durante veinte años, el Estado destinó miles de millones de dólares a sostener un modelo que, aunque permitió cierta estabilidad temporal, drenó las reservas internacionales y se convirtió en un pilar artificial de la economía. Se estima que el costo acumulado de la subvención superó los 20.000 millones de dólares, una cifra que refleja no solo el peso fiscal de la medida, sino también la magnitud del sacrificio que hoy se exige a la ciudadanía.
El presidente Rodrigo Paz, mediante el denominado “Decreto por la Patria”, declaró la emergencia económica, financiera, energética y social y puso en marcha un paquete de medidas que busca enfrentar una crisis estructural que ya no admite postergaciones. El decreto elimina los subsidios a los combustibles, eleva el salario mínimo a 3.300 bolivianos, incrementa bonos sociales como la Renta Dignidad y el Bono Juana Azurduy, y establece transferencias directas para sectores vulnerables. Se trata de un viraje profundo que pretende sanear las finanzas públicas, recuperar reservas internacionales y garantizar el abastecimiento energético.
En términos estrictamente económicos, estas decisiones son inevitables. Ningún Estado puede sostener indefinidamente un gasto que compromete su liquidez y limita su capacidad de inversión en áreas estratégicas como salud, educación o infraestructura. Sin embargo, la necesidad no garantiza eficacia. El transporte, los alimentos y los servicios básicos se encarecerán de inmediato. El salario mínimo más alto y los bonos sociales intentan compensar ese impacto, pero ¿serán suficientes para contener una inflación que amenaza con devorarlo todo?
La experiencia regional ofrece advertencias claras. En Ecuador, la eliminación del subsidio al diésel provocó un alza inmediata en los precios y desencadenó protestas masivas. En Argentina, la reducción de subsidios a la energía generó inflación y tensiones fiscales, mientras que en México el “gasolinazo” de 2017 derivó en manifestaciones y desgaste político. Los países vecinos de Bolivia también muestran escenarios relevantes: en Perú, los subsidios costaron más de 32.000 millones de soles y su eliminación busca reducir el contrabando hacia Colombia y Bolivia; en Chile, el debate se centró en modificar impuestos específicos al combustible, con tensiones sociales por el alza de precios; en Brasil, el recorte de subsidios fósiles se presentó como parte de la transición energética; y en Paraguay, la presión del FMI obligó a eliminar subsidios, generando tensiones sociales y cuestionamientos sobre soberanía económica.
Bolivia no está sola en este dilema. La región muestra que los costos sociales de eliminar subsidios son altos y que la gobernabilidad puede ponerse en riesgo si no se acompaña el ajuste con políticas de compensación efectivas. La historia reciente nos recuerda que los subsidios fueron sostenidos por razones políticas más que económicas. Se convirtieron en un instrumento de gobernabilidad, un colchón para evitar conflictos sociales. Hoy, al retirarlos, el gobierno enfrenta el desafío de construir un nuevo pacto social.
Las reformas pueden ser el inicio de una transformación necesaria, pero también pueden convertirse en el detonante de un conflicto mayor. El éxito dependerá de la capacidad del gobierno para demostrar que no se trata de un ajuste ciego, sino de una estrategia integral que equilibre disciplina fiscal con justicia social.
Las medidas son inevitables, pero su éxito no está asegurado. Lo que está en juego no es solo la economía, sino la confianza de los bolivianos en que las decisiones de hoy no hipotecarán su futuro
¿Estamos preparados para asumir el costo de dos décadas de subsidios mal administrados? ¿Podrá el Estado garantizar que el sacrificio colectivo se traduzca en estabilidad y desarrollo? ¿Aceptará la ciudadanía un ajuste que promete beneficios futuros, pero que golpea de inmediato su bolsillo? ¿Será este el inicio de una transformación estructural o el detonante de una nueva crisis social?