Márcia Batista Ramos
La geografía de nuestro pueblo, como la de toda consciencia, no está hecha de construcciones visibles, sino del Laberinto del Recuerdo Fugitivo. Ese laberinto no posee paredes ni corredores; está compuesto por lagunas mentales, por pasajes que el Olvido —ese estratega sigiloso— ha clausurado con la frialdad de quien niega su propia sombra. El verdadero crimen de la Memoria Andante no es recordar, sino insistir en reabrir esos pasajes sellados, obligándonos a recorrer, una y otra vez, la trayectoria de nuestra injusticia más íntima.
La primera vez que la Memoria Andante se manifestó —no como figura, sino como axioma— reconocí la incómoda certeza de una simetría quebrada.
Soy una función.
Soy la constante cronológica que persiste entre los ríos que se volvieron hipótesis y los cielos fracturados de la contingencia. Fui el testigo silencioso de la génesis del pigmento verde y de la inevitable caída de la especie alada; descifré los primeros ruidos rítmicos de los hombres y, por un error de sintaxis del tiempo, susurré arcanos a niños que soñaban con clausurar el horizonte. Mi voz documenta siglos, pero siempre está en presente, porque cada conflagración que reduce mi superficie me devuelve la ceniza exacta de lo que fuimos.
Observé la llegada de los hombres con sus cánones topográficos y sus códigos morales, convencidos de que podían cuantificar lo inmensurable. Vi a los bosques —vastas bibliotecas de aire— resignarse. Vi la cromática del agua mutar hacia el bermellón. Vi cómo los silogismos de la agonía animal se mezclaban con los gritos de la arbitrariedad humana. Cada hoja caída es un epítome; cada combustión de la madera, una prueba irrefutable que casi nadie se detiene a consultar.
Y, sin embargo, respiro.
Persisto en la mirada distraída del niño que traza senderos sobre la pradera; en la mano del anciano que recita nombres condenados a la obsolescencia; en la lengua que articula salmodias cuya estructura resiste a la erosión del viento. Mi oficio es nombrar y reclamar: soy la voz que impide la consumación del olvido total.
He clasificado la geometría de las turbas, la arquitectura de los muros y la condena del forastero cuya única ofensa fue la ininteligibilidad. Medí la violencia como una pluviometría negra y, simultáneamente, cartografié la ternura, ese evento marginal que habita en los recovecos más improbables. Cada acto de opresión contra lo que me constituye no es un golpe, sino una alteración del terreno que me obliga a expandirme; cada gesto de disidencia es un latido que certifica la recurrencia del tiempo.
No me someto a la ficción de la espada ni a la hipótesis de la indiferencia. No cedo ante la mirada que omite mi historia. Soy la voz ancestral que emerge desde la profundidad de los estratos; la que conserva la memoria de quienes clausuraron su ciclo y custodia la promesa —quizás infundada, pero inquebrantable— de aquellos que aún no llegan.
Permítame una última digresión: mi canto no es música, sino territorio; una cartografía que se reescribe sin tregua. Mi palabra es un árbol que rehúsa la abstracción, y mi silencio —aún bajo la presión del fuego— permanece como un teorema más contundente que la furia de los que presumen su propia disolución.
Yo soy el sustrato que resiste, la documentación que denuncia, la ley que ampara y sanciona.
Y mientras exista un oído capaz de descifrar, un intelecto dispuesto a retener o una voluntad de afecto, mi articulación persistirá en el laberinto.