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Duermen en la misma casa, pero ya no se hablan

—¿Has visto, don Sebastián? —pregunta doña Lula mientras acomoda el pan en su canasta—. Otra vez se han estado diciendo cosas el presidente y su vice.

—Sí, pues —responde él, sin levantar mucho la mirada—. Como matrimonio peleado nomás… viven juntos, pero cada uno come por su lado. Y cuando comen juntos, es solo para que los vean.

La escena ocurre, como casi todo en este país, en la esquina del barrio. Doña Lula vende pan desde hace años. Don Sebastián arregla relojes viejos y casi nunca llega a la hora, pero siempre llega a la conversación. Desde ahí, entre cambio chico y pan caliente, se comenta lo que pasa en el Gobierno: que si Rodrigo Paz dijo una cosa, que si Edmand Lara respondió otra, que si ahora ya ni se miran cuando salen juntos. Como pareja que ya no disimula ni frente a los vecinos.

Al inicio, cuando ganaron las elecciones, algunos pensaron que era una buena combinación. “Tal vez se equilibren”, decían en el mercado. Rodrigo, el político tradicional, trajeado, con discurso largo; Edmand, el policía retirado, directo, frontal, con celular en mano y cámara encendida. Como esos matrimonios donde uno habla bonito y el otro dice lo que piensa sin medir consecuencias. Podía funcionar… o podía terminar en griterío. Terminó en lo segundo, pero más rápido de lo esperado.

Y explotó rápido.

—Antes, al menos fingían —dice doña María, barriendo la misma acera de siempre—.

—Claro —responde doña Lula—. Al comienzo siempre hay teatro. Después ya ni ganas de actuar tienen.

Las diferencias dejaron de ser rumores para convertirse en declaraciones públicas. El vicepresidente habló de exclusión, de promesas incumplidas, de decisiones tomadas sin él. El presidente respondió con silencios, con gestos incómodos, con apariciones donde el vice parecía invitado de relleno. Como en esos matrimonios donde uno decide todo y al otro solo le avisan cuando ya está hecho… o cuando sale mal.

El problema es que este no es un matrimonio cualquiera. Es el Gobierno. Y cuando la pareja que manda no se pone de acuerdo, la casa entera se vuelve un caos. Porque aquí no se discute quién lava los platos, sino cómo se gobierna un país en crisis.

—¿Y ahora quién manda? —pregunta el panadero mientras saca las marraquetas del horno y suspira pensando en su dirigente y las cositas que ocultaba—.

—Mandan las peleas —responde don Sebastián—. Cuando no hay acuerdo, manda el desorden.

La mala relación ya se siente en todo: ministros que no saben a quién responder, anuncios que se contradicen, decisiones que se postergan porque nadie quiere cargar con el costo. Como familia peleada que sigue viviendo junta “por los niños”, pero donde nadie se hace cargo de nada. Solo que aquí los “niños” somos millones.

Puertas adentro, dicen que nadie firma nada sin mirar de reojo si el otro va a salir a desmentirlo después. Puertas afuera, la imagen es peor: un gobierno que parece más ocupado en aclarar sus conflictos internos que en resolver los problemas reales. Un Ejecutivo en modo “disculpen, estamos discutiendo”.

—Antes, al menos, se peleaban los de afuera —dice una comerciante del mercado—.

—Ahora se pelean los que decían que iban a poner orden —responde doña Lula—. Eso ya es ironía pura.

Las elecciones subnacionales ya se asoman y este matrimonio presidencial no ayuda en nada. ¿Quién quiere subirse al proyecto de una pareja que no se soporta? ¿Quién hace campaña al lado de un gobierno que transmite incertidumbre y pelea diaria? Los candidatos locales miran la escena como hijos incómodos en la sobremesa: hablan poco, sonríen forzado y esperan que alguien diga “ya váyanse”.

A nivel internacional, la lectura tampoco es amable. Un país con un Ejecutivo dividido se ve débil, errático, poco confiable. Nadie apuesta fuerte por una casa donde los dueños no se ponen de acuerdo ni para abrir la puerta.

—Al final, los únicos que no podemos divorciarnos somos nosotros —dice don Sebastián, guardando un reloj—. Ellos se gritan hoy, se reconcilian mañana para la foto, y pasado mañana vuelven a pelear. Pero el país se queda.

De vez en cuando aparecen juntos en algún acto oficial. Sonríen. Se saludan. Posan. Como esas parejas que en público se toman del brazo y en privado ni se hablan. La foto sirve, claro. Siempre sirve. Lo que no sirve es fingir que una sonrisa tapa una grieta estructural.

Aquí el problema no es que piensen distinto. Eso sería hasta saludable. El problema es que no saben convivir. Gobernar es, ante todo, convivir con diferencias sin romper la casa. Y hasta ahora, este matrimonio no ha demostrado saber hacerlo.

—Tal vez todavía arreglen —dice doña Lula, más por costumbre que por convicción.

—O tal vez sigan así todo el mandato —responde doña María—. En este país somos expertos en aguantar peleas ajenas.

Cuando cae la tarde, el pan se termina, el barrio se apaga, la conversación se detiene y los dirigentes panaderos se llenan los bolsillos de harina y dinero ajeno en complicidad con algunos funcionarios públicos. Entre el Palacio Quemado y el edificio de la Vicepresidencia, en cambio, la pelea sigue. Y mientras el presidente y el vicepresidente deciden si se hablan, si se toleran o si se sabotean, el país paga el desgaste y los que nos engañaron, hurtaron y empujaron a este abismo siguen libres, disfrutando de lo robado y lanzando besitos a la pareja peleada, por si acaso resulta que alguno de ellos cae en la provocación.

Porque cuando quienes gobiernan actúan como una pareja rota, no es solo la relación la que fracasa. Fracasa la gestión, se diluye la esperanza y se normaliza el desgobierno. Y Bolivia, como cónyuge resignado, sigue ahí: viviendo en la misma casa, haciendo malabares para llegar a fin de mes, esperando que algún día alguien recuerde que gobernar no es pelear entre dos, sino hacerse cargo de todos.

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