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Jaque mate

Márcia Batista Ramos

A veces, la vida se sienta frente a nosotros como un viejo jugador de ajedrez: sin prisa, sin culpa y sin ninguna intención de avisar dónde guarda sus mejores estrategias para sus buenas jugadas.

Esa tarde, cuando el cielo parecía un pañuelo cansado que alguien dejó caer sobre la gélida ciudad de Oruro, — mi pequeño pueblo altiplánico — comprendí que todas las batallas se resumen a un puñado de movimientos que uno cree elegir, pero que vienen escritos desde antes.

¡Maktub! En el idioma de los árabes: estaba escrito. Porque los eventos importantes de la vida, suceden por una razón dentro de un plan mayor y no por casualidad. Como si fuéramos peones que a menudo aceptamos silenciosos todo lo que está destinado a ser, especialmente, los momentos difíciles

Él llegó sin anunciarse. No tocó la puerta; apenas se materializó en la silla vacía frente a mí, como si fuera una encarnación del destino, como si hubiera estado ahí desde siempre.

—¿Jugamos? —preguntó.

Y su voz seca, tenía el eco de los que ya no regresan.

Dispuse las piezas con la parsimonia de quien, por obligación, ordena los recuerdos: los peones eran las pequeñas renuncias que, eternamente, tendrán cierto peso; los caballos, los saltos que di, cruzando fronteras, creyendo escapar de mí misma; las torres, los lugares donde una vez me refugié y me refugio, cada vez que cambio de escondite; y la reina… la reina era la palabra que nunca dije a tiempo.

El rey, por supuesto, era mi silencio que, como collar utiliza los nudos de la garganta.

Él hizo la primera jugada. Un avance sencillo, casi inocente, digno de un aprendiz. Yo respondí rápido, con la torpeza de quien carga demasiadas sombras en el bolsillo.

—No te apresures —susurró—. El tiempo es un espejismo que solo sirve para inquietar. El juego es un microcosmos de la existencia, con sus victorias, derrotas y un final inevitable. Donde las reglas son mágicas y arbitrarias, pero inexorables, y la partida nunca termina realmente, sino que se reinicia.

Mientras las piezas se movían, entendí que no jugábamos ajedrez: jugábamos mi vida. Jugábamos la suma de mis días, el borde de mis heridas, el brillo tenue de mis victorias. Él conocía cada movimiento antes de que mis dedos rozaran la madera.

—¿Cómo sabes lo que voy a hacer?

—Porque he visto tu alma jugar desde que naciste.

Entonces, un peón suyo avanzó y abrió un camino que yo no vi. O no quise ver. Sentí un temblor, como si la mesa fuera un puente frágil sobre un abismo antiguo. Quise retroceder, rehacer la partida, borrar mis errores. Pero, me percaté, que nadie puede desandar la vida sin romperse un poco más.

—No tengas miedo —me dijo—. Solo estoy aquí para recordarte lo que fuiste… y lo que aún puedes ser.

Todo se detuvo cuando su reina quedó frente a mi rey: una línea perfecta, luminosa, inevitable.

Lo miré. Tenía la expresión serena de quien no celebra la victoria, porque sabe que ganar es apenas otro modo de perder.

—Jaque mate —anunció con suavidad.

Y algo en mí se quebró, pero no dolió.

Era más bien un desprendimiento de un peso viejo que se aflojaba, la culpa que cae, el nombre que ya no hiere.

Entendí entonces que no era una derrota: era una revelación.

Cuando levanté la vista, él ya no estaba.

La silla quedó vacía, la tarde en las frías calles de Oruro, se volvió más clara y las piezas parecían descansar después de una larga vigilia.

Tomé mi rey entre los dedos. Lo sentí liviano, casi nuevo.

Y supe, con una certeza humilde, que a veces hay que perder una partida para recuperar el alma que ya se nos había extraviado.

Porque el verdadero jaque mate no lo da quien vence, sino quien enseña a comenzar de nuevo.

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