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Del repetir al pensar: el cambio de paradigma educativo en la era digital

Homero Carvalho Oliva

Resumen: El artículo examina las limitaciones del modelo educativo memorístico aún dominante en Bolivia y propone un cambio hacia un paradigma basado en la comprensión profunda, el pensamiento crítico y la capacidad de aprender. A partir de la experiencia docente del autor, se evidencian déficits en comprensión lectora, razonamiento lógico y análisis, derivados de prácticas pedagógicas centradas en la repetición. Se plantea la necesidad de incorporar metodologías activas, recursos interdisciplinarios y el reconocimiento de la diversidad estudiantil. El texto concluye que, en la era digital, memorizar es insuficiente y que la educación debe formar sujetos críticos, creativos y adaptables.

“Enseñar no es transferir conocimiento, sino crear las posibilidades
 para su producción”.
Paulo Freire

Desde hace varios años me dedico a dar clases en la carrera de Derecho porque descubrí que me gusta enseñar y aprender de los estudiantes. En cada materia que imparto he notado que la mayor deficiencia de los flamantes bachilleres es la incapacidad de pensar por sí mismos, asociar ideas y conceptos y generar pensamiento crítico.

Los profundos cambios sociales, tecnológicos y culturales del siglo XXI han puesto en evidencia estos límites. Este artículo analiza las desventajas del modelo memorístico y propone un enfoque educativo centrado en la comprensión significativa y la capacidad de aprender a aprender.

Durante décadas, la memorización fue el pilar del sistema escolar y universitario en América Latina en general y en Bolivia en particular. En nuestro país, el proceso enseñanza-aprendizaje parece haberse anclado en el siglo diecinueve. Los estudios de evaluación muestran que los estudiantes de primaria y secundaria no están adquiriendo las competencias esenciales necesarias para el siglo XXI, a pesar de completar los ciclos escolares. La mayoría demuestran un bajo nivel en comprensión lectora, lo que no solo afecta su desempeño en lenguaje, sino que es un obstáculo crucial para el aprendizaje en todas las demás materias (ciencias, historia, etc.), ya que no logran comprender textos y enunciados complejos. Conversando con colegas de carreras técnicas, señalan que los estudiantes revelan dificultades en el razonamiento lógico y la aplicación de conceptos matemáticos básicos para resolver problemas de la vida real. A menudo solo manejan operaciones rutinarias, pero fallan en el análisis y la interpretación de datos.[1]

El sistema educativo sigue privilegiando la memorización por encima del desarrollo de competencias esenciales como el análisis crítico, la resolución de problemas, la creatividad y el trabajo colaborativo. Las áreas vinculadas a ciencia, tecnología e innovación permanecen débiles dentro del currículo, dejando a los estudiantes en desventaja frente a otros contextos internacionales. Además, los mecanismos de evaluación parecen orientarse más a evitar la deserción que a verificar aprendizajes reales. Esto provoca dos efectos nocivos: por un lado, el arrastre de vacíos académicos que se vuelven insalvables en grados superiores; por otro, una cultura de baja exigencia donde tanto docentes como estudiantes se conforman con “pasar” en lugar de aprender.

Aunque se han impulsado reformas como la Ley Avelino Siñani–Elizardo Pérez, persiste un enfoque enciclopédico y conductista que no fomenta la investigación ni las competencias para el mundo laboral. Así, las brechas educativas continúan afectando especialmente a las poblaciones más vulnerables. El rol del Estado en las políticas públicas de educación se vuelve el problema y no la solución.

El sistema educativo tradicional es un modelo agotado que se ha vuelto obsoleto, que se apoyó históricamente en la memorización como mecanismo para transmitir conocimientos. Si bien este método permitió estandarizar contenidos y evaluar resultados, hoy se vuelve insuficiente ante una sociedad globalizada, digitalizada y marcada por cambios disruptivos. La universidad y la escuela enfrentan un desafío inédito: migrar de un paradigma centrado en la acumulación de información a otro basado en la comprensión, la creatividad y la adaptabilidad.

La memorización, usada como fin y no como medio, limita tanto el rendimiento académico como el desarrollo integral del estudiante. Repetir datos sin comprender su sentido impide construir conocimiento significativo y bloquea su aplicación en contextos reales. La información retenida solo para un examen se desvanece rápidamente, dejando un aprendizaje frágil y sin sentido. Este modelo reproduce un saber estático: el estudiante no analiza, no cuestiona y no dialoga con la realidad. Este proceso mecánico también genera desmotivación. Al no conectar con la vida cotidiana ni con los intereses juveniles, provoca apatía, ansiedad y rechazo hacia el estudio. La memorización fragmenta el conocimiento: impide comprender el panorama general, dificulta integrar conceptos y limita la transferencia de aprendizajes a otras áreas. Aunque ocasionalmente produce buenas notas, el aprendizaje basado en la memoria no desarrolla competencias duraderas ni útiles para la vida personal, profesional o ciudadana. Es un rendimiento aparente, pero no verdadero aprendizaje.

En este punto, los docentes debemos hacernos autocrítica y reconocer que aún existen catedráticos decimonónicos que piensan que a mayor cantidad de aplazados se es mejor docente, cuando es el revés.

La pregunta: ¿De qué sirve memorizar si el mundo exige interpretar, cuestionar, relacionar?

La urgencia del cambio

La educación superior se encuentra ante una transformación histórica. La transición hacia la sociedad digital exige profesionales capaces de adaptarse a contextos cambiantes, trabajar en equipos multidisciplinares y actualizarse de manera permanente. En este escenario, el conocimiento técnico envejece antes de que el estudiante concluya la carrera. La obsolescencia acelerada obliga a dejar atrás la idea de que memorizar garantiza éxito académico o laboral.

El nuevo paradigma exige formar estudiantes que sepan aprender a aprender, colaborar con otros, resolver problemas inéditos, construir conocimiento significativo en medio de la incertidumbre e integrar conocimientos de distintas áreas.

La clase magistral ya no puede ocupar el centro del proceso formativo. Si se utiliza, debe hacerlo con la función específica de introducir temas complejos, orientar debates o brindar herramientas conceptuales clave. Su transformación implica incluir retroalimentación frecuente, preguntas que activen el razonamiento, espacios para expresar dudas de forma oral o escrita y actividades grupales que desarrollen análisis crítico y pensamiento reflexivo.

La acción pedagógica debe acercar al estudiante a la complejidad del mundo, promoviendo explicaciones analíticas de los acontecimientos y una postura dialéctica. Esto demanda partir del sentido común, pero superar sus límites mediante el respaldo científico. Debemos utilizar los medios de comunicación como recurso pedagógico. El periódico, el cine, la televisión, la radio y los medios digitales permiten vincular el aula con la actualidad, son herramientas que conectan teoría y práctica, abren discusiones plurales y sitúan la geografía, la historia o la economía en contextos reales y dinámicos.

En mi práctica docente incorporo películas, noticias y poesía como herramientas para activar la sensibilidad, el análisis y el debate. Estas estrategias permiten conectar el aula con la realidad y formar profesionales capaces de pensar desde la complejidad del mundo. Sé que docentes, como Patricia Soriano, por ejemplo, implementan en el aula juegos de rol; otros los llevan a la biblioteca, los invitan a participar de mesas redondas y debates públicos.

Es imprescindible reconocer las subjetividades de los estudiantes y por eso debemos estar atentos a sus características personales del neurodesarrollo. Cada persona interpreta el mundo desde su edad, su origen, sus experiencias y su cultura. Asumir esta diversidad no solo enriquece el aprendizaje, sino que devuelve a la educación su dimensión humana. El conocimiento debe tener sentido y utilidad: lo aprendido debe mejorar la vida personal, fortalecer los vínculos familiares y comunitarios, y contribuir a formar ciudadanos capaces de transformar su entorno. En este sentido, debemos aceptar la incertidumbre y reivindicar el error como parte esencial de la enseñanza; asumir que no es un fracaso, sino una oportunidad para descubrir, crear y pensar de manera distinta. Formar estudiantes capaces de tolerar la ambigüedad y enfrentar escenarios imprevisibles es clave para estimular la creatividad. Así rescatamos la dimensión humana del estudio, el significado de la palabra universidad como la «totalidad del género humano».

Las preguntas, la observación, la búsqueda de información y la experimentación permiten que el estudiante construya saberes propios. Esta práctica investigativa integra teoría y realidad de forma abierta y reflexiva, desplazando la educación de la abstracción estéril hacia la comprensión profunda del mundo real.

El cambio de paradigma educativo no es una opción: es una necesidad urgente. La memorización ya no prepara a los estudiantes para una realidad cambiante; por el contrario, limita su creatividad, su autonomía y su capacidad de análisis. El desafío del siglo XXI es construir una educación que forme ciudadanos críticos, profesionales flexibles y personas capaces de formarse durante toda la vida. Comprensión en lugar de memorización: Fomentar que los estudiantes entiendan los conceptos y puedan explicarlos con sus propias palabras o aplicarlos en situaciones prácticas.

La educación del futuro —que ya es la del presente— no consiste en acumular información, sino en aprender a pensar, a cuestionar, a investigar y a crear. Esa es la ruta hacia una formación verdaderamente transformadora. En este sentido, la inteligencia artificial no sustituye al pensamiento crítico; lo vuelve más necesario. Un estudiante que solo memoriza será irrelevante en la era de los algoritmos, y eso les advierto a mis estudiantes cuando les aconsejo usar la IA.

Es precisamente esta visión la que proyectan Jonathan Roca Figueroa y Graciela Asperilla Fernández en su libro que impulsa la pedagogía CuMeCo, “un «método de métodos» que integra la pedagogía, la neurociencia, la tecnología y la educación emocional”, que, al decir de Claudia Vaca, experta en estos temas: “Este sistema no impone un camino único, sino que proporciona herramientas para que cada estudiante explore su propia ruta de aprendizaje, desarrollando habilidades esenciales para la vida en el siglo XXI. Este enfoque reconoce que el aprendizaje no ocurre en aislamiento, sino en un ecosistema en el que intervienen factores cognitivos, sociales y afectivos. Desafía las estructuras tradicionales de la educación al integrar herramientas digitales”. También coincido con ella cuando afirma que “aprender no es solo memorizar, sino comprender. No es solo repetir, sino crear. Y no es solo saber, sino ser”.

Si la universidad fuera un navío, diríamos que el viejo paradigma intentaba llenarlo de mapas: datos fijos, rutas ya trazadas, caminos sin variaciones. El nuevo paradigma, en cambio, enseña a navegar: a leer las estrellas, a interpretar el viento, a adaptarse a las corrientes de un océano que cambia sin cesar. Ese océano es el mundo contemporáneo: digital, incierto, multicultural y profundamente desafiante.

La pregunta: ¿De qué sirve hablar de cambios sociales, políticos y culturales, si nosotros no hemos cambiado?

¿Comprensión lectora?

En la primera clase de cada una de las asignaturas que dicto, pregunto a los estudiantes qué libros han leído; lo hago para usar alguno de ellos en futuros ejemplos; sin embargo, la mayoría no ha leído ninguno y los pocos que sí lo hicieron no recuerdan ni el título ni el autor, salvo las excepciones. 

La lectura comprensiva es mucho más que descifrar palabras: es la capacidad de captar e interpretar el sentido global de un texto, articulando sus ideas centrales con el bagaje de conocimientos y experiencias que posee el lector. Se trata de un proceso activo e interactivo en el que no solo se decodifican signos, sino que también se analiza la organización del mensaje, se interpreta su intención y se establecen conexiones significativas con la realidad personal y contextual. Esta habilidad permite ir más allá de la lectura pasiva o meramente literal, convirtiendo al lector en un sujeto pensante capaz de construir significado.

Abarca distintos niveles: uno literal, que identifica la información explícita; uno inferencial, que permite deducir aquello que el texto sugiere sin decirlo directamente; y un nivel crítico, donde se evalúa la validez, coherencia y pertinencia del contenido. Estas dimensiones, integradas, fortalecen el pensamiento reflexivo y el discernimiento profundo. Isabel Solé aclara: “La lectura comprensiva no es un acto mecánico, sino la construcción activa de significado por parte del lector”[2] . Así es, comprender es dialogar con el texto, cuestionarlo, ampliarlo y transformarlo. Coincido con mi admirada Claudia Vaca: “Leer es un acto poÉtico y político”; si leyéramos más, podríamos elegir mejor nuestras oportunidades en todos los aspectos de la vida, especialmente en nuestros valores éticos y morales.

Promover la lectura no es solamente atribución de los maestros, también lo es de los padres. Si en el hogar nadie lee, será muy difícil que el niño o niña desarrollen hábitos lectores. Lucía Carvalho, escritora y poeta, profesora de literatura, me cuenta que, en cierta ocasión, fue llamada por la dirección para atender a un padre de familia que no estaba de acuerdo con que su hijo leyera cuentos de terror, “cosas del demonio”, según él, y exigía que se retiren esas lecturas del programa de estudios. No hubo posibilidad de hacerle entender que ese género literario ayuda a los adolescentes a enfrentar sus temores.

La falta de lectura da como resultado, entre otras cosas, que no puedan usar razonablemente los sinónimos. Les recuerdo que en el proceso de la lectoescritura van a mejorar su gramática, sintaxis y ortografía. Por eso y para incentivarlos a leer, les voy demostrando, en cada clase, que las respuestas a las preguntas están en las mismas palabras de las preguntas. Uso la propuesta de Claudia Vaca, para quien “el lector, en cuanto habitante, es un ser transitando con todos los conocimientos, valores, miedos, seguridades, recuerdos y olvidos; las palabras que desconoce también lo habitan desde un vacío que será llenado; en algunos momentos cambian los roles y el lector es el territorio, donde el libro se asienta y despliega todo su potencial. Las formas de administrar el poder de la palabra y el lenguaje en la educación”.

No obligo a mis estudiantes a leer, porque recuerdo a mi maestro Jorge Luis Borges: “El verbo leer, como el verbo amar y el verbo soñar, no soporta ‘el modo imperativo’. Yo siempre les aconsejé a mis estudiantes que, si un libro los aburre, lo dejen; que no lo lean porque es famoso, que no lean un libro porque es moderno, que no lean un libro porque es antiguo. La lectura debe ser una de las formas de la felicidad y no se puede obligar a nadie a ser feliz”. A mis alumnos les aclaro que la lectura es como el amor; no se puede obligar a nadie a amar, por eso intento interesarlos contándoles pasajes de una novela, narrando un cuento, leyendo poemas para que piensen, vuelen, viajen y retornen un poco más sabios de lo que eran cuando ingresaron a clases, tal como aconseja Kavafis en su poema Ítaca.  

¿De qué sirve que un estudiante memorice los artículos constitucionales si no puede analizar un caso de vulneración de derechos?

Volver a la filosofía

Entre otras materias, enseño Filosofía del Derecho, en la que intento que mis alumnos aprendan a razonar el Derecho desde la filosofía. Antes de dictar la asignatura, siempre me actualizo con diferentes lecturas, ya sean libros impresos o textos digitales. Hace unos días tuve una serendipia; estaba buscando una novela y me encontré con un libro de Bertrand Russell titulado El conocimiento humano. En el prefacio leí que la filosofía “pierde mucho de su valor si solo unos pocos profesionales pueden comprender lo que dicen los filósofos”, y eso lo compruebo cada vez que me toca dar esta asignatura porque los estudiantes conocen muy poco de filosofía y de filósofos. Al iniciar las clases les muestro dos diapositivas; en una de ellas están los superhéroes y todos me dicen sus nombres a coro; no sucede lo mismo cuando les muestro la segunda con los bustos de los filósofos clásicos. No solamente está fallando nuestro sistema educativo, también los medios de comunicación y las redes sociales, que incluso ponen frases inteligentes en boca de cualquiera, falseando el autor. Zygmunt Bauman tiene razón al señalar que, a veces, “el exceso de información es peor que la escasez”.

A propósito de las redes sociales, leí una entrevista a Markus Gabriel, joven filósofo alemán, quien afirma que, en la actualidad, “Facebook ocupa el lugar de Dios” y que incluso nos hace creer que somos libres al expresar nuestras opiniones y sentimientos, cuando en realidad es “el puro vacío”. Pero, así como critica a las redes sociales, también lo hace con filósofos como Heidegger, Derrida y Foucault porque son poseedores de discursos oscuros, y a otros filósofos mediáticos porque sus discursos son presuntuosos. Por último, reclama que los filósofos de hoy deberían hablar del rol de las universidades, porque es allí donde se da la “cooperación de todas las ciencias para conocer mejor al ser humano”; es decir, la filosofía debe volver a las aulas universitarias como la madre de todas las ciencias. 

Tengamos presente la recomendación de Byung-Chul Han: «Conozco el programa académico de la Universidad Humboldt. Teoría del Conocimiento, Filosofía Analítica, Filosofía Cultural… Los alumnos aprenden el temario de memoria, lo vuelcan en un examen y se les da la nota. Hace 250 años, los profesores en la Humboldt eran Hegel, Schopenhauer, Fichte… Estaban los genios. Hoy es una empresa neoliberal que todo lo sacrifica en el altar del desempeño. Reparte puntos. Los catedráticos son vendedores; los estudiantes son clientes que evalúan a los profesores. Este es el colapso de la cultura, y mi tarea es hacer aflorar ese colapso»[3]. Cierro con Bertrand Russell: “El valor de la filosofía debe ser entendido, en gran medida, por su capacidad para ampliar nuestro sentido de lo posible”.

¿De qué vale recitar definiciones de filosofía del derecho si no se comprende su aplicación en dilemas éticos contemporáneos?

Retornando la metáfora de la navegación, pensar es navegar y nuestra tarea, como docentes, no es entregar mapas viejos, sino enseñar a leer el horizonte.


[1] “En el ERCE 2019, Bolivia se ubicó en los últimos puestos de comprensión lectora y matemáticas en 3° y 6° de primaria”.

[2] https://es.scribd.com/document/557465556/Isabel-Sole

[3] https://www.elmundo.es/cultura/literatura/2025/10/21/68f75574e85eced73c8b45a0.html

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