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Cartografía de la memoria

Márcia Batista Ramos

Cada uno lleva consigo: recuerdos, heridas, certezas y miedos. Nadie los niega, tampoco los clasifica. Los dejamos ahí, en ese lugar que no escudriñamos para conocerlo en su espléndida geografía, pero lo removemos de vez en cuando, con pinzas, y sacamos algo.  

Cada fragmento que traemos a la superficie es materia prima. Porque las memorias son diversas según el lugar en que reposan. Algunas memorias pesan, otras arden como brasas dormidas. Sin embargo, todas pueden cambiar de forma.

Obviamente, la cartografía de la memoria es mística y en ella hay puntos de transmutación, como lugares donde lo que duele, lo que ha sido ocultado o ignorado, puede cambiar de forma, siempre y cuando uno sepa utilizar la alquimia del dolor.

Como en La Caverna de la Herida, ese espacio donde cada cicatriz no se borra, pero se vuelve luminosa. Allí la memoria dolorosa se transforma en energía que puede iluminar otras grietas, tejiendo memoria en el espacio vivido. Porque la memoria atraviesa distintas temporalidades, espacios y sentidos, que se entrelazan, punto a punto, tejiendo un tapiz.

Hay zonas claras, donde la vida parece haber dejado señales comprensibles. Y hay otras zonas erosionadas, descoloridas, casi fantasmas, donde la tinta se ha desvanecido y solo queda un silencio mineral… En esos lugares se escucha el silencio como si fuera una advertencia. Cada vacío es una fisura por donde se fuga lo vivido, pero también es una forma de resguardar todo aquello que sostuvo a uno.

Existen recuerdos olvidados en espacios marginales, de difícil acceso. Por eso, al recorrer el adentro y el afuera uno vincula, territorialmente, el espacio de la memoria. Sumado al hecho de que la memoria es un territorio que nunca termina de dibujarse. Cada día aparece una encrucijada, un desvío mínimo, un río que cambió su curso sin pedir permiso; porque la vida así lo quiso, o como decían los abuelos: porque así quiso Dios.

El mapa tiene pantanos y arenas movedizas, donde los recuerdos no se dejan medir con exactitud, pero todos los lugares deben ser trazados.

Otras veces, uno descubre lugares que nunca visitó, pero que le habitan desde siempre, como si hubieran sido construidas sin uno y para uno mismo. Todo, porque la memoria tiene esa desobediencia: inventa lo que falta, tergiversa lo que duele, ilumina lo que se empeña en volver y dejar aparecer aquello que nunca conocimos.

Tal es el caso del Lago de los Recuerdos Velados, que no es nada más que un espejo de agua profunda donde se puede ver a los recuerdos que la mente ordinaria no soporta. Mirarlos implica riesgo, pero también claridad, ya que, cada reflejo permite comprender lo que se vivió y lo que aún late sin decirse; o del Templo de lo No Nombrado, que nada más es, un lugar sin palabras, donde el eco de lo innombrable vibra. Allí no se habla, apenas se percibe. Cada respiración, cada pensamiento, participa en la forma de lo que no puede ser dicho, y en la transmutación de lo que permanece velado.

Entonces, cuando uno avanza, en el silencio y el secreto es lo único que le protege, puede imaginarse dentro de esta cartografía mística y tratar de cruzar El Puente de las Posibilidades, que es un cruce sobre el vacío vivo, donde la conciencia puede decidir transformar su propia forma. En ese puente, uno puede elegir cómo seguir, qué fragmentos sostener, qué dejar ir y qué crear de nuevo.

Al cruzar el Puente de las Posibilidades, uno siente que debajo de sus pies no hay suelo sólido, sino un vacío vivo que palpita con todas las corrientes de conciencia. Cada paso que uno da no es literal: es un movimiento de atención, de intención, de voluntad. Allí, en ese cruce, el acto de caminar ya es transmutación.

Entonces, uno descubre que la memoria, al final, no es un mapa para ubicarse, sino para perderse con dignidad.

Tal vez, por eso escribo, para trazar sobre el papel un territorio que no existe, pero que me sostiene. Cada palabra es una huella, cada silencio un continente en blanco donde otros también pueden reconocerse. No sé por qué, pero aun conservo una brújula que heredé, aunque su aguja siempre apunta hacia el sur que me nombra. No señala un lugar preciso, apenas, señala un origen. Creo que con eso basta. También guardo un papel doblado que miro de vez en cuando. El trazo parece un río, o una herida, o ambas cosas. Cada vez que lo abro, cambia. Como si la memoria necesitara moverse para no extinguirse.

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