Rafael Narbona
La democracia solo sobrevivirá si los ciudadanos despiertan y se movilizan contra el autoritarismo.
Hace poco, Svetlana Alexiévic, premio Nobel de Literatura bielorrusa 2015, declaraba en una entrevista: “La Rusia profunda y la América profunda se han sublevado y la democracia retrocede en todo el mundo”. Casi un siglo después del auge del totalitarismo en Europa, las libertades y los derechos protegidos por los sistemas democráticos se encogen bajo la bota de autócratas como Trump y Putin. Ambos han normalizado la arbitrariedad, la crueldad y la mentira, utilizando la violencia física o institucional para neutralizar a sus adversarios y hostigar a países vecinos y minorías.
A pesar de ser herederos de tradiciones enfrentadas en un pasado, Trump y Putin comparten la misma animadversión hacia las feministas, el colectivo LGTBI, los excluidos, los inmigrantes y los intelectuales. Una vez más se inventan chivos expiatorios para aprovechar el poder aglutinante del odio y, de paso, ocultar las verdaderas causas de los problemas. Cualquier medio les parece legítimo para mantenerse en el poder: deportaciones forzosas, ejecuciones extrajudiciales, ataques a la libertad de expresión, agresiones bélicas que violan las leyes internacionales, militarización de la vida pública mediante la movilización del ejército, bulos esparcidos por los medios afines y las redes sociales.
Algunos no nos resignamos a que regímenes autoritarios reemplacen a nuestras imperfectas democracias. Desde los ochenta, el capitalismo salvaje ha sustituido a ese capitalismo de rostro humano que creó el Estado del Bienestar para logar la paz social. Actualmente, la demagogia autoritaria asegura que su intención es proteger al pueblo trabajador de las elites globales, pero demoniza a los inmigrantes para desviar la atención del hecho de que el 1% posee casi la mitad de la riqueza neta mundial, y el 10% acumula el 85%. En cambio, la mitad más pobre de la población mundial sobrevive con del 2%. Karl Marx desenmascaró al poder real al señalar que los gobiernos solo son el consejo de administración de las grandes corporaciones. Su observación no ha perdido vigencia.
¿Estamos asistiendo al desmoronamiento de la democracia liberal? ¿Sobrevivirá el Estado del bienestar al trumpismo? Si Trump prosigue con su ofensiva contra los subsidios sociales, 18 millones de estadounidenses podrían perder su cobertura sanitaria y 41 millones sufrir graves restricciones en las ayudas destinadas a proporcionar cupones para adquirir comida. Trump no se conforma con eso. Además, pretende silenciar a los medios que critican su gestión, como The Washington Post y la CBS, y debilitar a las universidades de espíritu progresista, como Harvard y Columbia. Su política de deportaciones forzosas, la persecución de los alumnos y profesores que se han pronunciado contra el genocidio de Gaza y la orden de prohibir la matriculación de estudiantes extranjeros, ponen de manifiesto que Trump no es simplemente un presidente republicano, sino el líder de una internacional reaccionaria que conspira contra la democracia. ¿Se trata de un fenómeno imparable? ¿Ha triunfado el autoritarismo? ¿Nos puede ayudar algo mirar al pasado y repensar las lecciones que nos aportó una figura como Rosa Luxemburgo?
Poco antes de ser asesinada por la milicia nacionalista Freikorps, Rosa escribió que la derrota del levantamiento espartaquista de 1919, al que ella se había opuesto por considerarlo abocado al fracaso, no podría evitar que el socialismo democrático acabara triunfando sobre la barbarie capitalista: “Vuestro orden está construido sobre la arena”. Judía, mujer y coja, Rosa representaba todo lo que odiaba el incipiente nacionalsocialismo. Detenida en Berlín con Karl Liebknecht el 15 de enero de 1919, sería asesinada ese mismo día. Su muerte fue particularmente cruenta. Un soldado la derribó a culatazos y un oficial la remató con un tiro a la cabeza. Después, su cadáver fue arrojado al Landwehrkanal de Berlín. Liebknecht sufrió un destino similar.
Rosa Luxemburgo fue una mujer valiente y lúcida. En La acumulación del capital, afirma que la expansión del capitalismo hacia nuevos países para lograr materias primas, mercados y mano de obra barata provocaría a la larga su colapso, pues algún día ya no habría nuevos territorios que explotar y los excedentes se acumularían sin posibilidad de hallar compradores. De momento, ese pronóstico no se ha cumplido. La globalización del capitalismo es un burbuja que está muy lejos de haber topado con sus límites. Aún hay millones de potenciales clientes que podrían adquirir en un futuro no muy lejano ordenadores, automóviles o electrodomésticos. Quizás lo que destruya el capitalismo no sea el agotamiento de los mercados, sino la catástrofe climática que se cobra miles de vidas todos los años. Si continúa la crisis medioambiental, el apocalipsis podría acontecer dentro de pocas décadas y no en un futuro lejano. La salud del planeta cada vez es más frágil y ya no soporta más agresiones.
La crisis climática no es la única variable que podría precipitar el fin del capitalismo (o, más exactamente, el fin de la vida). A ese peligro hay que sumar el poder de las multinacionales y los oligarcas tecnológicos. En Estados Unidos, ya hay un multimillonario ocupando la presidencia. Los presidentes del mañana tal vez ya no serán políticos, sino potentados que no necesitan la legitimidad de las urnas para controlar la ley y la economía. El porvenir podría consistir en una especie de distopía, donde el autoritarismo y una catástrofe ambiental convertirían el planeta en una tierra baldía. T. S. Eliot ya advirtió ese riesgo y su profecía podría cumplirse en este siglo.
¿Tenía razón Marx al pronosticar que el socialismo se impondría antes o después como resultado ineludible del devenir histórico? Rosa Luxemburgo no lo creía: “La victoria del socialismo no caerá del cielo”. Solo la movilización popular podrá materializar el objetivo de hacer realidad la soberanía del trabajo frente al capital. Rosa Luxemburgo celebró la Revolución de Octubre, pero su deriva autoritaria le provocó una amarga desilusión. “El reino del terror desmoraliza -escribió-. Y sin elecciones generales, sin una ilimitada libertad de prensa y de reunión, sin un contraste libre de opiniones, desaparece la vida de todas las instituciones públicas, conservando nada más que una mera apariencia de vida, mientras que el único elemento que permanece activo es la burocracia”. El gobierno bolchevique no representaba la dictadura del pueblo, sino la dictadura de un puñado de políticos, “una dictadura en el sentido burgués, en el sentido del poder propio de los jacobinos”.
La dictadura del proletariado no implica la hegemonía de una minoría, sino la realización de una democracia real, con el pueblo trabajador ejerciendo su soberanía mediante una participación directa en la vida política y social. Rosa Luxemburgo aboga por un socialismo democrático y una dialéctica de la espontaneidad. Los partidos, con su estructura jerárquica, malogran el pensamiento crítico. Son los obreros los que deben liderarse a sí mismos y así conservar el protagonismo que les corresponde. La liberación no vendrá de arriba, sino de abajo. La emancipación no se desarrolla de acuerdo con un plan establecido, sino conforme un progreso continuo y espontáneo. No hay caminos predeterminados. Como apuntaba Antonio Machado, se hace camino al andar. La utopía se construye paso a paso, con una conciencia paulatina de la necesidad de subvertir el orden establecido. El culto a la personalidad del líder solo ejerce una influencia desmovilizadora. Si el trabajador espera a que otro le indique el siguiente movimiento, nunca avanzará.
Rosa Luxemburgo piensa que la revolución social sería obra de los campesinos y los trabajadores marginales y peor retribuidos, entre los que incluye a los artistas bohemios. La pequeña burguesía jamás impulsará un cambio radical. El proletariado de un país rural y sin apenas industria, como Rusia, demostró estar “más adelantado” que los trabajadores de los países más avanzados. Las mujeres proletarias, víctimas de una doble marginación (pues sufren la explotación del capital y del sexo masculino), aún no han desplegado todo su potencial, pero su malestar podría ser una de las principales palancas del movimiento revolucionario.
En nuestros días, ha surgido una nueva forma de proletariado: el precariado. Trabajadores altamente cualificados muchas veces cobran salarios raquíticos que les impiden superar el umbral de la pobreza. Eso no significa que ya no exista el proletariado. Esos trabajadores marginales de los que hablaba Rosa Luxemburgo, son hoy los inmigrantes y la situación de los artistas no ha mejorado mucho. Salvo una minoría, casi todos malviven con ingresos irrisorios. En cuanto a las mujeres, las discriminaciones no han desaparecido. Muchas cobran menos que los hombres y, en ocasiones, asumen solas el cuidado de los hijos, lo cual las obliga a trabajar dentro y fuera del hogar.
Rosa Luxemburgo nos advierte del peligro de las revoluciones violentas. Si triunfan, los líderes suelen aferrarse al poder y reprimen cualquier brote de disidencia. Solo las revoluciones que se gestan de forma espontánea en los márgenes de la sociedad pueden arrojar resultados fructíferos. Su combustible no es la violencia, sino la educación, la escuela, los ateneos de barrio -hoy casi inexistentes- y el asociacionismo. Durante años, se atribuyó la Transición española a figuras como Suárez y Juan Carlos I, pero hoy sabemos que los verdaderos motores del cambio fueron las huelgas y las manifestaciones. La sociedad, tan menospreciada por las elites, puede marcar el rumbo de la historia. La democracia solo sobrevivirá si los ciudadanos despiertan y se movilizan contra el autoritarismo. Ese es el camino que señaló Rosa Luxemburgo hace un siglo y que hoy podría llevarnos a un mañana diferente.