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La mujer que sobrevivió al país cárcel

Homero Carvalho Oliva

«Escribir puede ser también una forma de abrir las celdas del alma.»

A veces, sin que sus habitantes lo adviertan, un país entero se convierte en cárcel. Las rejas no siempre son de hierro: a veces son las leyes mal escritas, los jueces corruptos, los silencios cómplices, los miedos que nos domesticaron. Durante dos décadas de nuestra historia reciente, Bolivia se vistió de infamia, como si las palabras de Borges —esa “Historia universal de la infamia”— se hubieran encarnado en los tribunales, en las cárceles y en los despachos donde la justicia se convirtió en mercancía. Fueron las décadas de la tristemente célebre “Red de extorsión”, organizada desde el gobierno del MAS, que un famoso actor de Hollywood ayudó a revelar.

Una de las víctimas de esa red fue Claudia Liliana Rodríguez Espitia. Recuerdo que la primera vez que escuché su nombre fue cuando me hablaron de una joven empresaria colombiana que había caído en desgracia por haber creído en la promesa de un país que parecía transformarse, pero solo era una apariencia. Al principio pensé que era una historia más entre tantas, una víctima del sistema judicial que aplasta sin misericordia. Pero cuando la conocí, cuando estreché su mano y vi su sonrisa herida, supe que había algo en ella que sobrevivía al espanto. Había una luz, un fuego que no se apagaba.

Durante semanas nos reunimos en su oficina en Santa Cruz de la Sierra. Hablaba sin detenerse, como quien exorciza sus demonios a través de la palabra. A veces se quebraba, otras veces reía y otras —las más difíciles— callaba. En esos silencios cabían los meses que pasó en las cárceles de Santa Cruz, La Paz y Sucre: 22 meses de infierno en los que la convirtieron en un número, en una sospechosa peligrosa, en “la colombiana”, despojada de nombre y dignidad. Mientras ella narraba, yo tomaba notas; pronto comprendí que no se trataba solo de registrar una historia, sino de acompañarla en el acto de volver a existir. Su testimonio era una denuncia, sí, pero también una revelación del mal como estructura invisible. Detrás de cada juez, de cada fiscal, de cada gendarme, había un engranaje que funcionaba a la perfección para destruir personas, apropiarse de dineros ajenos y preservar privilegios políticos.

En una de esas tardes, mientras caminábamos por el centro de la ciudad, me dijo algo que aún resuena en mi memoria: “Michel Foucault me salvó la vida”. Lo dijo con una serenidad que me estremeció. En las cárceles había leído sus textos sobre el poder y el castigo, y había comprendido que su cuerpo no le pertenecía, pero su mente sí. Resistió con el pensamiento. Resistió con el alma y aún lo sigue haciendo, porque 20 años después sus juicios no han terminado.

Cuando empecé a escribir la novela Tú no eres nadie, lo hice con la certeza de su inocencia. Lo que no sabía era cuánto de mí se quedaría en esas páginas. Cada palabra fue un intento por entender cómo llegamos a este punto: cómo el país de la esperanza se transformó en una maquinaria de extorsión institucionalizada. No escribí solo para contar su historia, sino para confrontar la mía, para enfrentar mi propia incredulidad ante el horror cotidiano. 

Revisé expedientes, informes forenses, notas de prensa, cartas consulares. Todo confirmaba la misma verdad: la de una mujer usada como trofeo por un sistema corrupto. Los documentos del REJAP y de la Unión Europea certificaban su inocencia, pero el daño ya estaba hecho. Lo que le arrebataron no fue solo su libertad, sino su reputación, su nombre, su confianza en la justicia. 

En las madrugadas, mientras corregía el manuscrito, recordaba las lágrimas que había visto caer sobre su escritorio. Pensaba en la frase que titula el libro —Tú no eres nadie— y comprendía que esa negación no era solo suya: era la de todos nosotros, ciudadanos anónimos frente a un Estado que puede destruirte en nombre de la ley, porque frente al gobierno impune e injusto no somos nadie.  La escritora Gaby Vallejo Canedo escribió que leer esta novela es como entrar al infierno. “La lectura de Tú no eres nadie me dejó maniatada, con la boca tapada, presa y conducida en la más completa oscuridad a un lugar incierto. El cerebro, golpeado. No sólo porque no deja aliento para seguir leyendo, sino porque ahoga acercarse a tanto poder del mal. Aunque existen permanentes episodios narrados y enlazados entre sí, alrededor de “la colombiana”, Claudia, la cantidad de sucesos, denuncias, las semejanzas con los casos de corrupción conocidos en el país y en otros países, lleva a la certeza de decir que no estamos frente a una novela, sino frente a la historia silenciada y escondida de Bolivia, quemante, estremecedora, dolorosa. Homero Carvalho se atreve a ingresar al fuego del infierno, con una fuerza y valentía admirables”, sentenció nuestra gran escritora. Leer su reseña me conmovió profundamente, porque entendió que lo que narro no es solo una historia individual, sino una radiografía del mal que habita entre nosotros: ese que se esconde en los despachos, en los expedientes, en las risas de los verdugos. 

Yo solo bajé al infierno y regresé con el testimonio. A veces siento que mi deber como escritor es precisamente ese: mirar donde los demás apartan la vista, escribir cuando todos callan. No se trata de cerrar el caso, sino de abrirlo en las conciencias. Porque lo que le ocurrió a Claudia Liliana no es la excepción: es la regla de un país donde la justicia castiga a quien resiste.  Hace unas semanas presentamos exitosamente la novela en el país de Claudia Liliana; allá en el auditorio de la ciudad Andrés Bello, nuestra protagonista sintió el amor y la solidaridad de sus compatriotas.

Varios de sus juicios aún continúan. Ella, sin embargo, no se rinde. Sigue trabajando, sigue creando empleo, sigue creyendo en el país que la hirió. En ese gesto hay más heroísmo que en todos los discursos del poder.  Pienso que, tal vez, la literatura sea mi manera de abrir las celdas. Escribo para liberar a quienes aún están presos del miedo, para recordar que un país que convierte la justicia en negocio está condenado a vivir en su propio encierro. 

Cuando un país se convierte en cárcel, la palabra se vuelve el único medio de fuga.

El martes 10 de junio de 2025, el corazón de Claudia Liliana Rodríguez Espitia volvió a latir con una alegría limpia, como si, al fin, el universo le concediera una tregua después de tantos años de infamia. Aquel día, la Sala Segunda del Tribunal Departamental de Justicia de Santa Cruz dictó la Sentencia Absolutoria 055/2024, ratificando su inocencia y cerrando —al menos en los papeles— un ciclo de dolor que parecía no tener fin. 

La noticia cayó sobre nosotros como una lluvia tibia después de un largo desierto. El tribunal declaró improcedentes todas las apelaciones del Ministerio Público, aquellas que desde el 23 de septiembre de 2024, mantenían en vilo la esperanza. Para Claudia Liliana, la resolución no fue solo una victoria jurídica: fue la restitución de su nombre, la confirmación de que resistir vale la pena y la prueba de que la justicia —esa palabra tantas veces ultrajada— todavía puede brillar entre las sombras. 

Recuerdo su mirada cuando me dio la noticia. Había lágrimas, sí, pero no de tristeza, sino de alivio. Por fin el tiempo se detenía en un punto justo, en esa frontera donde el dolor cede ante la verdad. Me dijo, con voz serena, que la absolución no borraba el pasado, pero abría la puerta al porvenir. Su historia, que comenzó en el encierro y la humillación, terminaba en la dignidad.  Aún le falta recuperar sus tierras y algunos otros procesos, pero creemos que las cosas han cambiado en Bolivia.

Afuera, el país también parecía despertar, luego de varios meses y de una larga campaña electoral de primera y segunda vuelta. Desde el 8 de noviembre de 2025, Bolivia tiene un nuevo presidente: Rodrigo Paz Pereira. Su nombre trae esperanza y cautela, como el de alguien que promete tender puentes sobre las ruinas de los desencuentros. Antes incluso de su posesión, sus gestos habían encendido un resplandor de confianza en la gente cansada de la crisis económica, los abusos, la corrupción y la prepotencia. 

Meses antes, la justicia volvió a mover sus alas: Luis Fernando Camacho recobró la libertad y hace unos días Jeanine Añez también lo hizo, y en las calles se respiró una mezcla de asombro y prudente optimismo. Los bolivianos nos miramos unos a otros, preguntándonos si esta vez sí, si acaso no se trataba de otro espejismo en el desierto político. Ojalá —me dije entonces— que no sea un saludo a la bandera, que la independencia de poderes deje de ser un sueño y se convierta en una certeza. 

El 7 de noviembre, Luis Arce y David Choquehuanca se despidieron del país con sendos discursos que confirmaron su descaro histórico. Tuvieron el cinismo de victimizarse mientras Bolivia sangra por sus incompetencias. Este gobierno no solo pasará a la historia como el peor, sino como el más dañino: destruyeron la economía, dividieron al pueblo y saquearon la esperanza. Que la justicia sea implacable con quienes convirtieron nuestra patria en ruinas. Cada boliviano recordará su traición, y cada delito que cometieron deberá pagarse con cárcel. No merecen olvido ni perdón.

Ese mismo día, horas después, Rodrigo Paz, el presidente elegido, nos renovó la esperanza cuando en un encuentro con los empresarios privados y organismos internacionales Visión Bolivia 2025, que se realizó en Santa Cruz de la Sierra, afirmó de manera categórica: “Se acabó el secuestro; Bolivia vuelve a nacer con seguridad jurídica, empleo y dignidad para todos”, insistió en el cierre de un ciclo político que tanto daño le hizo al país. En ese marco, Edman Lara prometió que se acabaron los avasallamientos y que se garantiza la propiedad privada.

“Tiempo de reencuentro, de reconciliación y de unidad”

Ayer, en la posesión oficial, Rodrigo remarcó que el país que recibe está devastado por la peor crisis de las últimas cuatro décadas y habló de la necesidad de transformar el Estado boliviano, reconstruir la ética pública y abrir al país al mundo, con dignidad y sin ataduras ideológicas. “Si vamos a transformar, no se transforma la patria. Se transforma el Estado. La patria somos nosotros, y nosotros transformamos el Estado para que sirva a la patria, no la patria al Estado”, afirmó.

Lara, vestido de policía, se refirió a la reconciliación: “El bicentenario no es solo conmemoración, fue una señal del destino, a renacer juntos, a reconciliarnos con lo que somos, a entender que Bolivia debe abrazar su herencia, somos hijos de la resistencia», y sentenció que «la corrupción no solo roba dinero, sino también futuro, incluso la fe (…) el tiempo me mostró que las instituciones estaban heridas, que la corrupción y el abuso estaban destruyendo nuestra patria. Vi cómo nuestros jueces, fiscales, el alto mando, se protegían entre ellos».

Ambos prometieron que Bolivia ya está cambiando y yo quiero creerles. ¡Que así sea!

Que este sea el cierre de un ciclo oscuro para Bolivia, cuyo laberinto judicial lo contaremos en la segunda parte de esta saga literaria titulada Infierno circular y que saldrá los primeros meses del próximo año. Que este sea apenas el principio de otro más lúcido. Lo cierto es que la historia de Claudia Liliana, con su sufrimiento y su fe intacta, nos recuerda que la justicia tarda, pero llega; que la palabra aún tiene poder para reparar, que un país puede reinventarse si se atreve a mirar sus heridas sin miedo.  Cuando un país deja de ser cárcel, el aire se limpia. Y en ese instante, aunque breve, la justicia vuelve a tener rostro humano.

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