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José Pastor González y Rakel RaRo: escribir desde el barro, remar sin viento

Jorge Larrea Mendieta

Este libro no se presenta como una obra convencional. Es un cuerpo bifronte, un poemario doble que se abre por dos extremos y se encuentra en el centro del derrumbe. Por un lado, Alguien tiene que limpiar la mierda, de José Pastor González; por el otro, Y si no hay viento, habrá que remar, de Rakel RaRo. Ambos títulos son más que metáforas: son declaraciones de intenciones, diagnósticos sociales y, sobre todo, formas de estar en el mundo.

En los textos de Pastor no hay ornamento: hay carne. Su poesía nace del trabajo precario, del olor a compostaje, del cansancio acumulado, del amor que se sostiene entre colillas compartidas y tortillas de papas. Hay lunes de otoño, cuerpos que se rompen, madres que limpian casas ajenas mientras les esconden monedas para probar su honradez. Hay compañeros que agachan la cabeza y aplauden al jefe que los humilla. Hay basura que vuelve cada día a la puerta de casa, aunque se la entierre, se la queme o se la lleve al vertedero.

Pastor no escribe desde el deseo de agradar, sino desde la urgencia de existir. Su lenguaje es directo, sin puntuación, sin obediencia. Hay una ética en su escritura: no embellece, no disfraza, no maquilla. Lo que hay es lo que se ve. Y lo que se ve duele. Pero también salva. Su poesía es testimonio, resistencia, memoria de clase. Es una bolsa de ropa sucia que alguien tiene que cargar.

Dos poemas destacan por su capacidad de condensar lo íntimo y lo cotidiano sin perder la potencia crítica que atraviesa todo el libro. En “24 de septiembre del 2012”, Pastor construye una escena de ternura doméstica: el despertar junto a una pareja, el desayuno sin prisas, la lectura de Roger Wolfe, el amor hecho cuerpo, la siesta compartida, la música, el arroz con conejo, el fútbol, las cervezas, la partida de cartas. Es un día sencillo, sin épica, pero lleno de sentido. Un poema que celebra lo mínimo, lo que apenas se nombra, lo que sostiene. Pastor logra que ese día cualquiera se vuelva extraordinario sin necesidad de elevar el tono. Lo cotidiano se vuelve refugio. Lo simple, resistencia.

En cambio, “La heladera que me devolvió la fe” se adentra en otro registro: el de la precariedad laboral, el cansancio extremo, la resaca emocional y física, el deseo de que algo —una catástrofe, un milagro— impida que el restaurante abra. Aquí sí hay vómito contenido, arcadas, oración desesperada, cuerpos que se arrastran por inercia. Pero también hay deseo, hay encuentro, hay ternura. Pastor funde lo erótico con lo político, lo íntimo con lo estructural. Y en ese cruce, convierte la precariedad en materia literaria sin victimismo ni condescendencia. Hay una crudeza que no busca escandalizar, sino mostrar. Y en esa muestra, hay dignidad.

Ambos poemas, aunque distintos en tono y enfoque, dialogan entre sí. Juntos trazan una cartografía emocional de lo que significa vivir en los márgenes, amar en medio del agotamiento, resistir desde lo mínimo. Pastor no embellece: revela. Y en esa revelación, nos recuerda que la poesía no está en los grandes gestos, sino en los cuerpos que se levantan cada día para sobrevivir.

Las influencias están ahí, sin esconderse: Roger Wolfe, Bukowski, Iribarren, Eskorbuto. Pero no son citas: son compañeros de ruta. Pastor no imita, dialoga. Y en ese diálogo construye una poética del derrumbe, sí, pero también del refugio. Porque en medio de la mierda, hay amor. Hay cuerpos que se buscan. Hay canciones que se cantan. Hay tribus que esperan.

Su escritura es física, casi táctil. Se puede oler, tocar, sudar. No hay metáforas elevadas ni juegos retóricos: hay sudor, hay rabia, hay ternura. Su poesía no se lee: se atraviesa. Y en ese tránsito, el lector se ensucia, se quiebra, se reconoce.

Este libro es un acto de resistencia compartida. Rakel RaRo, desde el otro extremo, complementa y tensiona esa mirada. Su escritura es más introspectiva, más reflexiva, pero no menos combativa. El título de su sección —Y si no hay viento, habrá que remar— funciona como respuesta y como consigna. Si Pastor muestra el barro, RaRo muestra el esfuerzo. Si Pastor denuncia, RaRo sostiene. Juntos construyen una poética del aguante, del trabajo invisible, de la resistencia cotidiana.

No buscan consuelo ni redención. Buscan decir lo que arde. Y en ese decir, nos recuerdan que alguien —siempre alguien— tiene que limpiar la mierda. Que detrás de cada gesto cotidiano hay una historia que merece ser contada. Que la poesía no está en los grandes temas, sino en los cuerpos que se levantan cada día para sobrevivir. Pastor González escribe desde el subsuelo, desde la cocina, desde el autobús, desde el vómito, desde el deseo. Y en esa escritura, nos devuelve algo esencial: la posibilidad de mirar lo que no queremos ver. De nombrarlo. De no dejarlo pasar.

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