Andrés Canedo / Bolivia.
¿Se puede pensar en el amor, o mejor, se puede intentar definirlo? Para pensar en el amor, pensar en lo que significa, primeramente, hay que haberlo sentido, vivido. Como todo, o casi todo lo que pensamos, debe pasar primero por la emoción. Somos terrible, dolorosamente, maravillosamente sentipensantes. Primero el sentir, luego el pensar. Es posible que muchos no lo vean así. También hay que aceptar, que los científicos por ejemplo, cuya labor sería imposible si no estuviera sustentada en el amor, privilegian el pensamiento, la razón. Entonces otra vez, aunque no de la misma manera en que se da nuestro proceder, ellos también, primero sienten. El amor, más allá de la pareja, puede ser un sentimiento cósmico, inabarcable, fundamentado en las fuentes de la generosidad. El amor entre dos seres, cuando es verdadero, profundo, inderogable, cuando une en cada gesto, en cada acto, y hasta en cada pensamiento, es la expresión más exacta del milagro posible entre los humanos. Claro, el amor es un sentimiento efímero, que a veces dura toda la vida, y más aun. Todos, en algún momento y quizá sin advertirlo, hemos amado a alguien más allá de la vida, más allá de la muerte. Yo lo he sentido, yo lo he vivido. El amor traspasa el cuerpo, recala más hondo, aunque el cuerpo sea parte del todo. Es a ese interior, principalmente, al que se ama. Yo, que también emprendí numerosos viajes en el ejercicio de otros bellos cuerpos, es claro que viví el esplendor de lo superficial, pero no la parte honda, esa que corresponde al espíritu. Pero como dije antes, he vivido el amor de entrega espiritual, de intercambio de esencias, de luces que se unen en un único resplandor.
Hay ejemplos supremos de grandes amores, aunque no hayan siempre sido consumados. Se me ocurre por ejemplo, el de Botticelli por Simonetta Vespuci; el de aquella pareja cuyos nombres ignoro, que dio origen al bellísimo Taj Mahal; el de Akenathon y la hermosísima Nefertiti, el de Marco Antonio y Cleopatra, que culmina en suicidio. Venidos de la literatura, que es un reflejo de la vida, y de la mitología, que nos brinda ejemplos a seguir, tenemos a Romeo y Julieta, a Isis y Osiris, o a Perseo y Andrómeda. Y también, por supuesto, la María de barrio, que se mata o se muere, al no poder culminar su amor con el simple Pedro que elaboraba el elemental pan, mientras pensaba y gozaba y sufría el amor de María. Cuando el amor acaba, uno se va, el otro se queda arrastrando su tristeza que ilumina, aunque muchos no podamos percibir esa luz. El amor, el inmenso amor, parece hoy devaluado, ocultado, empobrecido. El cine, ya casi no lo trata; la escritura, lo ha ido perdiendo entre el fárrago de temas inagotables y aparentemente más urgentes. Hay, sin embargo, una pareja, la del filósofo André Gorz y su esposa Dorine Keir, que luego de sesenta años de vivir juntos, de ser el uno para el otro, cuando ella, en sus últimos días, atrapada por una enfermedad mortal, deciden acostarse, deseándose como en los primeros días de la luz, y tomar un veneno para morir juntos. Ellos sabían, que sin afecto no puede haber inteligencia ni pensamiento. Y todo esto ocurrió hace muy poco, apenas en el 2006.
El amor, indefinible desde luego, porque pertenece a un universo en el que no es posible definir, luz y a ratos también sombra, felicidad y por momentos, pesar. El amor, así inaprehensible, así impreciso, catapulta, sin embargo, el alma al cosmos y a la luminosidad del sueño, a los suburbios de la eternidad. Cuando ya no está, permanece, así resbaladizo, el amor o más bien, su recuerdo, esa memoria inefable que nos acompaña, que nos redime, que nos hace entrar en túnel de la muerte, con una sonrisa.
La mujer con la cual compartí esa historia de amor verdadero a la que me referí, una noche, mientras mirábamos las estrellas, me dijo que nuestro amor se prolongaría hasta el fin de los tiempos. Que imaginaba que nosotros, planeta, casa, la cama en la que yacíamos, seríamos tragados por un agujero negro, que nos destruiría totalmente, que seríamos nada, pero que sin embargo, la información no se pierde (lo que somos, lo que fuimos), y que de nosotros dos, escaparían del agujero negro, unos códigos, unas cifras, que de alguna manera representarían la historia de nuestro amor, en aquella nada y en aquel todo del universo siempre presente.