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Mery Siles Sempértegui de Quezada, la fuerza silenciosa detrás del periodismo

Mirna Luisa Quezada Siles

El 1 de septiembre de 1932 nació en Cochabamba una niña destinada a dejar huella en la vida de quienes la conocieron: Mery Siles Sempértegui, quien más tarde sería esposa, madre, abuela y el soporte silencioso de una de las trayectorias periodísticas más largas de Bolivia. Hoy, en la misma fecha en la que vino al mundo, le rindo homenaje, recordando una vida marcada por la dignidad, la fe y la entrega.

Infancia y juventud

Desde pequeña, Mery conoció la dureza de la vida. La separación de sus padres la llevó a asumir responsabilidades tempranas, acompañando a su madre en el cuidado de sus hermanos menores. En esa etapa aprendió el valor del sacrificio, la solidaridad y la constancia, virtudes que serían la columna vertebral de toda su existencia.

Años después, se trasladó con su madre a La Paz, donde ingresó a una escuela y posteriormente al internado Méndez Arcos, del que egresó como bachiller. No se conformó con ello y con esfuerzo propio estudió en el Instituto Gregg, donde se tituló con honores como Secretaria Ejecutiva, demostrando ya su disciplina y voluntad de superación.

Matrimonio, familia y vocación de hogar

Aunque ejerció su profesión por un corto tiempo en una oficina, doña Merycita decidió entregar lo mejor de sus energías a su familia y a su hogar. Esa elección no significó una vida reducida o limitada; al contrario, desplegó una riqueza personal admirable. Era una mujer inquieta y multifacética: cuidaba con esmero cada rincón de su casa; tejía y bordaba con paciencia; cultivaba plantas; cocinaba con esmero; leía con entusiasmo, escuchaba música de todos los géneros; cantaba y bailaba y tenía un talento especial para la decoración.

Su matrimonio con Luis Quezada Solares, periodista de amplia trayectoria en el diario Última Hora, fue una alianza profunda. Desde el inicio mostró su carácter distinto porque se casó vestida de lila -su color favorito- en la Iglesia de San Pedro, desafiando las normas sociales de la época. Esa decisión simbolizaba lo que sería toda su vida: una mujer fiel a sí misma, sin miedo a romper moldes.

Junto a su esposo construyó un hogar donde se compartieron penas y alegrías, siempre sosteniéndolo en su exigente carrera periodística. Durante más de medio siglo, Luis entregó su vida al diario paceño y ese compromiso fue posible gracias al respaldo silencioso y constante de Mery, quien levantó el andamiaje invisible que sostiene todo éxito público. Sus hijos crecieron bajo ese ejemplo y se convirtieron en profesionales: dos arquitectos y yo… la periodista, que como su padre, eligió el camino de la palabra escrita.

Recuerdos entrañables y carácter firme

En su juventud también se manifestaba su espíritu sensible, humilde y firme. Tenía un cariño especial por un recuerdo de infancia: la única muñeca que tuvo en toda su vida, a la que llamó Nardita. Ese objeto sencillo, que atesoró con ternura, simbolizaba la austeridad con la que creció y al mismo tiempo, su capacidad de valorar lo pequeño.

Ya de adulta, cultivó un afecto especial por el club Bolívar. No era una fanática del fútbol, pero le encantaba su equipo y celebraba sus triunfos con entusiasmo, compartiendo esa alegría con su familia. Ese amor tranquilo y constante por el Bolívar se convirtió en otra forma de expresar su vitalidad y su manera de disfrutar la vida.

Su pasión por lo justo también la llevó a defender siempre la democracia. En tiempos de dictadura se atrevió a desafiar un toque de queda, demostrando que el coraje y la dignidad eran rasgos firmes de su carácter.

Fe y enfermedad

Mery fue también profundamente católica. Su religiosidad no era rutinaria ni superficial, era fe viva que le daba fuerzas para enfrentar los momentos más duros. La oración fue su refugio y también su motor. Iba a misa las veces que podía caminando apenas o hasta en silla de ruedas. En tiempos de tristeza y depresión, hallaba consuelo en la espiritualidad y en la cercanía de un sacerdote que la acompañaba, la escuchaba y la quería mucho.

Esa fe sería decisiva cuando, en 1985, recibió un diagnóstico que marcaría un antes y un después: dermatomiositis, una enfermedad rara y dolorosa que afecta músculos y piel, presente solo en dos a cinco personas por cada millón de habitantes. En Bolivia, se sabía que eran apenas quince los enfermos y entre ellos, Mery fue reconocida como la que encaró con mayor valentía las dolencias.

A pesar de los intensos dolores y de la invalidez parcial que le provocaba, resistió veintiún años. Nunca permitió que la enfermedad la aislara o la volviera amarga. Conservó su carácter sociable, su gusto por conversar, sus ganas de reír a carcajadas y su disposición a ayudar. En ella, la fragilidad se transformó en un terreno fértil donde florecieron la paciencia, la valentía y la esperanza.

Convirtió su propia experiencia en un ejercicio de disciplina admirable y fue así que comenzó a escribir un diario de su enfermedad, donde registraba horarios, tratamientos y medicinas, organizando con precisión cada aspecto de su cuidado. En esas páginas también dejó constancia de los males asociados, entre ellos: escaras dolorosas, neumonía recurrente, un bloqueo de la válvula del corazón, herpes, tromboflebitis y desgarros musculares que la obligaban a intensas sesiones de fisioterapia y la necesidad de consultar a especialistas, además del reumatólogo que era su médico de cabecera.

Ese diario era más que un registro médico, era un desahogo íntimo. En 2002 escribió: “Me siento angustiada, no quiero causar molestias en mi familia, no quiero depender de nadie”. Y en otro lugar dejó plasmado: “Apenas se va el dolor en algún lugar, aparece otro distinto. Sigo las recomendaciones y tomo toda la medicación; pero siento con la falta de apetito, noches de insomnio y mi desgano que puede aparecer otro cuadro de depresión. No debo dejarme llevar con malos pensamientos, debo rehabilitarme y debo seguir adelante, hasta donde se pueda”.

Mery fue internada numerosas veces en el Hospital Obrero, donde conoció a médicos increíbles que hicieron lo posible por aliviar sus males. Allí también convivió con pacientes que entraban y salían con diferentes enfermedades, algunos de los cuales fallecieron en su presencia. Esa cercanía con la muerte no la quebró, más bien fortaleció su sensibilidad hacia el dolor ajeno.

Generosidad en medio de la adversidad

Lo más notable es que, aun limitada físicamente y con recursos modestos, Mery mantuvo un corazón generoso. Los beneficios que recibía como adulta mayor (el Bonosol, el Bolivida y nuevamente el Bonosol según los gobiernos de turno) nunca los destinó solo a sí misma. Una parte la utilizaba para la economía del hogar y otra la compartía con mujeres necesitadas o enfermas terminales. Muchas veces canalizó esa ayuda a través de programas solidarios en televisión, demostrando que incluso en medio de la fragilidad se puede dar.

Su relación con su esposo también se nutrió de gestos pequeños pero esenciales. Mery lo ayudaba recortando con esmero cada publicación de sus columnas de opinión como las de “Ojo por hoja”, archivo que se convirtió en memoria de su labor periodística. También lo animó a escribir sus memorias, proyecto que posteriormente la pandemia y el fallecimiento de su esposo truncaron. Fue cómplice, sostén y estímulo en todo momento de ese incansable periodista.

El amor de Mery se extendió con ternura a sus nietos. Fue una abuelita increíble, que a pesar de sus dolencias dio cariño y cuidado esmerado a cada uno de sus siete nietos. Encontraba en ellos nueva alegría y razón para resistir, regalándoles juegos, caricias, palabras amorosas y esa presencia inigualable que solo las abuelas saben brindar.

Últimos días y despedida

A inicios de sus últimos días, se incrementaron fuertes dolores de todo tipo que la llevaron nuevamente a ser internada, esta vez en el Hospital Materno Infantil. Allí, producto de una negligencia médica, con doctores nuevos, diferentes y a la vez indiferentes, ya no pudo recuperarse como se esperaba. Sin embargo, incluso en esa etapa de sufrimiento, no perdió la fe. Un día antes de partir, el 28 de noviembre de 2006, cuando parecía repuesta y tranquila, se mostró feliz y le comentó a la enfermera que había soñado con Jesús. Esa última expresión de su fe fue también la despedida serena de una mujer que vivió en medio del dolor, pero que nunca dejó de mirar hacia lo alto con esperanza.

Un legado silencioso

El legado de Mery no está en monumentos ni en calles, sino en las vidas que tocó y en la memoria de quienes la conocieron. Su existencia es testimonio de que la verdadera grandeza no está en los reflectores, sino en la entrega cotidiana, en la solidaridad silenciosa y en la fe que sostiene. Fue niña sacrificada, joven disciplinada, esposa fiel, madre dedicada, mujer creyente y enferma valiente. Su misión fue clara: amar, sostener, servir, resistir y dar.

Hoy, cada 1 de septiembre, su familia y quienes la recuerdan saben que no pasó en vano por este mundo. Mery Siles Sempértegui de Quezada vivió con dignidad, luchó con valor, dio con generosidad y partió dejando una herencia de fe, amor y resistencia. Su recuerdo sigue vivo en cada palabra de aliento que sembró, en cada gesto de bondad, en cada vida que tocó. Su ejemplo permanece como una luz silenciosa, recordándonos que la verdadera fortaleza radica en la voluntad inquebrantable de seguir dando amor hasta el último día.

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