Márcia Batista Ramos
Te canto desde este lado del mundo,
donde los muros no sangran
y el cielo no se abre en pedazos de fuego.
Te canto para que tu sombra no se diluya
en la indiferencia del que cambia de canal.
Te nombro, niño de Gaza,
aunque tu nombre se haya quedado atrapado
entre los escombros, el polvo y el miedo.
Te nombro con las sílabas que guarda el mar,
con la raíz de un olivo que resiste siglos,
con el eco de un canto que nadie podrá callar.
Te imagino corriendo,
descalzo, sobre un patio que olía a pan recién horneado;
la risa cayendo de tu boca
como una llovizna milagrosa en la arena.
Pero el estruendo interrumpió el juego,
y las paredes se cerraron en silencio
antes de que pudieras decir “mañana”.
Niño de Gaza,
te vi en la fotografía que no debería existir:
tus párpados cerrados como dos puertas
que jamás volverán a abrirse,
tu cuerpo envuelto en un sudario
mientras el mundo seguía desayunando.
Nadie podrá borrar tus ojos,
porque hasta cerrados siguen mirando al mundo
con la inocencia que lo condena.
Tu calle, es ahora un mapa roto que ya no lleva a casa.
Entre las piedras, quedó tu sombra jugando.
Ahora, tu calle, es una herida sin bordes,
una historia tatuada en la piel del tiempo.
Niño,
tus manos no llegaron a aprender a escribir tu historia,
pero tu historia ya quema en las mías.
Tus ojos, dos faros pequeños,
todavía alumbran la sombra más honda de este mundo,
porque incluso en la ausencia,
hay una luz que no sabe rendirse.
Te canto para que nadie crea que fuiste
solo un número en la estadística de la guerra.
Te sostengo porque tu risa perdida
es un eco que aún golpea las puertas del cielo.
Te guardo en la voz para que la memoria te devuelva
lo que un misil te arrebató.
Te escribo porque tu nombre merece
ser pronunciado como una semilla
y no como un epitafio.
Canto para romper el silencio cómplice,
para que los dioses —si existen—
se avergüencen de lo que hemos hecho.
Canto para que el mundo, aunque sea tarde,
entienda que cada niño asesinado
es un verso arrancado del poema del universo.
Niño de Gaza,
el mar que no pudiste tocar
llevará tu nombre en cada ola
hasta que la sal se extinga
y deje de llorar por ti.
En el lugar donde estás,
quizá juegues otra vez,
sin sirenas, sin muros, sin miedo.
Aquí, sobre esta tierra hosca,
te seguiré llamando:
niño de Gaza, hijo del viento y de la esperanza,
para que el mundo, aunque tarde, entienda
que tu vida era un poema
y no una página arrancada por la guerra.