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Lo que aprendemos de la vida al borde de la muerte

Mala carne
Sofía Almiroty
Madrid, la niña azul, 2023
318 págs.

Documentar la enfermedad terminal, el proceso menguante que conduce hasta la muerte, es una tarea colosal, de dimensiones abrumadoras. En Mala carne, híbrida entre ficción, diario de paliativos y archivo de la memoria familiar, Sofía Almiroty narra el declive irreversible del cuerpo de su abuela. No parte de una posición de mera testigo, sino de cuidadora; el dolor ajeno y el duelo por la otra dan forma a sus días, la atraviesan de la mañana a la noche, le ocupan las manos y la empujan hacia el pueblo de origen de la abuela para acompañarla en esa última etapa.

Según avanza la trama, la autora describe minuciosamente las curas y las citas médicas, la piel que se desintegra, el escozor que absorbe todo lo que envuelve a esa mujer tan frágil como vehemente. A través del cuerpo de la enferma se profundiza en cuestiones tan fundamentales como la soledad al envejecer, los paralelismos y contrastes entre diferentes generaciones de mujeres de una misma familia, el derecho a la eutanasia o el agotamiento de cuidar sin una red grande que sostenga a quien sostiene la vida (o el final de esta).

Sin embargo, sería inexacto simplificar así la esencia de este libro. La escritura sobre y desde el cuerpo, aquí, no es únicamente un medio para poner sobre la mesa estas preguntas urgentes; es también un fin en sí mismo. Utilizando un lenguaje llano y conciso, que no por ello es menos poético, Sofía Almiroty escoge palabras vibrantes, rotundas, que casi parecen respirar, ahogarse, rascarse, humedecerse, pudrirse, sufrir y aliviarse y sufrir otra vez. La carne y el padecimiento se vuelven prosa, desparramándose frente al lector. Recuerda a ese verso del Spelling poem, de Margaret Atwood, que afirma «el cuerpo mismo se vuelve boca».

Decía la poeta y activista andaluza Ana Castro, en una entrevista para Diario Córdoba publicada en 2020, que «el lenguaje no está preparado para nombrar el dolor». La escritora y periodista recalcaba la necesidad de hacer una genealogía del dolor, especialmente de cara a abordar las negligencias médicas y el sesgo patriarcal al atender a pacientes mujeres, cuyos síntomas tienden a subestimarse y desoírse con mayor frecuencia. En Mala carne, nos encontramos, entremezclándose con la novela y el testimonio, una genealogía intermitente del amplio abanico de los malestares cutáneos ocasionados por todo tipo de enfermedades. Los fragmentos escogidos de cartas, diarios, poemas o ensayos nos permiten trazar un mapa de la historia y la mitología de afecciones como la sarna o la tuberculosis. Y, ante todo, nos acercan a la vivencia del estigma, la persecución, la reclusión y la soledad de aquellas que fueron, y aún hoy son, señaladas y repudiadas por su agonía palpable, visible.

En uno de los pasajes, Sofía Almiroty establece una analogía entre la mirada de su abuela y la de Medusa, la gorgona grecorromana: «Medusa interpelaba al observador, y en ese mirar de frente, directo a los ojos, lo confrontaba con la muerte […]». Culturalmente hay algo de sobrenatural, incluso de monstruoso, en la determinación de una mujer resignada a desaparecer, que ha tenido que acostumbrarse a su propia erosión. Para muchas, la discapacidad implica, además de un obstáculo parcial o total para la productividad, un aumento progresivo de la dependencia de otras a la hora de realizar funciones básicas, como alimentarse o tomar medicación, y una creciente dificultad para mantener la constante disciplina estética. Ver menguar nuestras capacidades como adultas autónomas acostumbradas a trabajar, cuidar, y cumplir a la vez con las exigencias sin fin del canon de belleza, es un duro golpe para todo lo que conocemos y damos por hecho. Ante esta realidad, que, si no nos sobreviene antes de lo esperado, terminará por hacerlo en mayor o menor medida al envejecer, se tambalean los cimientos que apuntalan nuestro rol como mujeres; la identidad hace aguas.

No obstante, la dureza de lo vivido no impide a la autora retratar con una ternura inmensa el día a día de Rosa bajo los efectos del linfoma. A priori, puede resultar difícil imaginar cómo las descripciones, tan crudas y minuciosas, de un cuerpo herido e incurable, podrían irradiar tanto mimo, tanta belleza. «Yo militaba cualquier goce posible que ella pudiera experimentar», proclama la protagonista en el pasaje en que cuenta cómo le da de comer a su abuela enferma. Quizá, donde esto queda sintetizado a la perfección sea en una de las citas más referenciadas del libro: «El alivio es otra forma de belleza». La narración lo confirma con creces.

Durante su escapada en el pueblo argentino de El Cañadón, se alternan el intimismo de los pinchazos y las conversaciones cómplices, en la habitación, con la exploración del exterior. La biblioteca, las casas, la explanada árida; lo que sucede fuera está intrincadamente conectado con lo que sucede dentro. El viento arenoso hace de espejo para las sábanas de la cama, espolvoreadas de trocitos de piel que caen. La llanura, con sus rosales a la intemperie, se confunde con los tejidos orgánicos, plagados de sequedad, de abscesos que dejan cicatriz. Allí, en ese pequeño hotel, se condensa todo. Ahora la pensión no alberga la incertidumbre y la emoción ante lo nuevo, sino la certeza y la nostalgia de quien pide con firmeza un desenlace, un punto final al dolor que no cesa. De quien decide morir, y decide también hacerlo acompañada y en sus propios términos. De quien posibilita ese cierre, a pesar del vértigo de la propia pérdida.

Todo esto, en conjunto, hace de Mala carne un libro incómodo. En sus páginas, se cede espacio a las metáforas, pero no así a los eufemismos. Al mostrar fielmente el empeoramiento de la enfermedad y la urgencia por la morfina, se plasma la labor de la nieta con todos sus claroscuros: el amor y el compromiso, el cansancio y las dudas. Las contradicciones, la impotencia, el hartazgo, el abandono de una misma que requiere entregarse por completo al acto de cuidar; que no deja de ser, en esencia, un trabajo. Un trabajo, además, a menudo extremadamente exigente en lo que respecta al esfuerzo físico, la burocracia, los conocimientos médicos… y un trabajo que conlleva, a su vez, una profunda dedicación emocional.

Este camino pactado hacia la muerte asistida abre inevitablemente una puerta al deseo exacerbado de conocer a fondo al ser querido que se desvanece, de registrar su voz, su imagen, su manera irrepetible de habitar el mundo. Las anécdotas aparentemente sin importancia se vuelven trascendentales. Los silencios se hinchan hasta ocupar tanto que obligan a hurgar con más insistencia en las palabras pronunciadas en alto, como si cada secreto sin revelar o incógnita por resolver pudieran desempañarse a través de las historias que sí se cuentan, las confesiones que sí afloran. Se entrevé, también, una especie de súplica al pasado de la otra: que su vida, que ahora se consume, antes haya sido, sino plena, sino libre, al menos digna.

Así, encontramos siempre de fondo esta búsqueda de quién fue Rosa antes de ser esposa, madre, tendera. Antes de trabajar, de migrar o de casarse; antes de criar a sus hijos y verlos marcharse después. Se pregunta quién fue aquella joven, sana y fuerte, con el futuro desplegándose ante ella como un mantel sin estrenar. El recorrido de Sofía, ávida por saber y por comprender a su abuela, a través de los rastros de la infancia, la juventud y la adultez de esta, pone sobre la mesa otra serie de interrogantes. ¿Dónde acaba la historia de una y empieza la historia de la otra? ¿Hay alguna forma de relatar sin mentir un poco, sin apropiarse hasta cierto punto de experiencias que no son del todo nuestras? ¿Preservar la memoria pasa, inevitablemente, por alterarla?

Más allá del debate en torno a si es posible documentar sin caer en distorsionar o revelar en exceso, es innegable que narrar la familia involucra exponerla, destaparla, desmontarla y, en definitiva, mostrar al mundo las piezas que la componen. Esto supone también una gran responsabilidad para con el entorno. No se crea en un medio aséptico y controlado; nadie puede predecir todas y cada una de las repercusiones de lo que escribe. Al confeccionar este libro, Sofía Almiroty asume ese reto, que es a la vez personal y político, y lo hace con la delicadeza de quien se propone, tanto cuidar de una vida que se acaba, como dejar constancia de ella.

Sol Camarena Medina (1997, València) es poeta y comunicadora. En 2023 publicó el poemario coescrito Piel de naranjo (La Consentida Editorial). Ha colaborado con medios de comunicación como Mente SanaPikara Magazine o El Salto, así como con iniciativas divulgativas de À Punt Radio, Proyecto Locus, el Centro de Estudios Katakrak, en Iruña, y el festival Paraulapoder, en el Centre del Carme Cultura Contemporània de Valencia.

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