La historia de este campesino objetor de conciencia, contada por Terrence Malick en la película ‘Vida oculta’, es un faro de esperanza en un tiempo de sombrías tempestades.
Rafael Narbona
Anoche vi por segunda vez Vida oculta (A Hidden Life), el décimo largometraje de Terrence Malick, director de filmes tan memorables como Malas tierras y La delgada línea roja. Estrenada en 2019, la película recibió críticas desiguales. Algunos objetaron que se trataba de una cinta pomposa, esteticista y reiterativa. Otros, destacaron su belleza visual y su carga espiritual. Personalmente, he de decir que yo me he conmovido profundamente en las dos ocasiones en que he seguido las tres horas de proyección, sin experimentar en ningún momento tedio o escepticismo. Seducido por la banda sonora de James Newton Howard y la fotografía de Jörg Widmer, he disfrutado de una obra que no es la simple recreación del heroísmo de Franz Jägerstätter, objetor de conciencia en la Alemania nazi, sino una ambiciosa exploración de los grandes temas de la existencia: el bien, el mal, la belleza, Dios. En definitiva, los aspectos esenciales de la paradójica condición humana, finita en sus hechos temporales e infinita en sus ahnelos.
La luz desempeña un importante papel en Vida oculta, una obra que evoca los dilemas existenciales de los personajes de Dostoievski y Camus, pero con la importante salvedad de que Franz Jägerstätter no es una criatura imaginaria, sino un hombre de carne y hueso. Malick opone la luz de los verdes valles austriacos a la oscuridad de los despachos oficiales del Reich, el resplandor celeste de las alturas a las tinieblas de la prisión de Linz, la claridad interior de Franz a la turbia interioridad de sus verdugos, el esplendor de las montañas y los campos a la cortina negra que separa a los reos -en realidad, presos de conciencia- de la guillotina utilizada por los nazis para segar la vida de sus adversarios. La inocencia y la iniquidad protagonizan un enfrentamiento que se dirime entre trágicos y elocuentes contrastes. Aparentemente, las sombras sepultan la dignidad y el bien, pero al final prevalece la luz sobre la negrura moral y metafísica. El triunfo de la crueldad solo es una victoria efímera. El bien, la compasión, la ética, derriban los muros de la barbarie. Hitler solo dejó escombros y miseria. En cambio, Franz Jägerstätter nos legó un admirable testimonio de coraje e integridad. El mal siempre es una higuera estéril, no como el bien, un árbol con raíces indestructibles y frutos imperecederos.
Franz Jägerstätter nació en 1907 Sankt Radegund, distrito de Braunau am Inn, una aldea de seiscientos habitantes ubicada a tan solo treinta kilómetros de la localidad natal de Adolf Hitler. De joven fue alegre, vitalista y pendenciero. Bebía, bailaba y cortejaba a las jóvenes, que no escondían su admiración por su energía y carácter expansivo. Abandonó su aldea, buscando una vida mejor, pero solo logró empleos penosos y mal pagados. Su experiencia como campesino y minero le acercó al socialismo y al cristianismo. Advirtió que ambos credos compartían el anhelo de un mundo más justo y fraterno. Regresó a su aldea con una motocicleta -la primera que circuló por sus calles- y conoció a Franziska Schwaninger, “Fani”, hija de un matrimonio que cultivaba la espiritualidad franciscana. Franz, que ya visitaba las iglesias a menudo, profundizó su fe y se casó con Franziska. Su luna de miel consistió en un viaje a Roma para asistir a una misa celebrada por Pío XI. El matrimonio engendró tres hijas (Rosalia, Maria y Aloisia) y Franz comenzó a escribir para madurar y consolidar su compromiso cristiano. Sus intuiciones no proceden de una fría racionalidad, sino de un corazón ardiente. De ahí que anote: “Aunque se construyeran muchas cosas buenas, sin el amor se habrían muerto todas”. Fue el único hombre de su aldea que votó contra el Anschluss y que celebró el sermón del obispo de Münster, Clemens August Graf von Galen, que denunció públicamente el programa de eutanasia contra enfermos físicos y mentales y las prácticas eugenésicas. El alcalde de su pueblo le recriminó su actitud y los vecinos dejaron de saludarlo, pues su oposición al nazismo les pareció una traición.
Sin dejarse intimidar, Franz consiguió entrevistarse con el obispo de Linz, Joseph Calasanz Fliesser, al que le planteó que el nazismo era una filosofía política profundamente anticristiana. La conversación fue breve y dejó al obispo Fliesser seriamente preocupado. La conferencia episcopal austriaca había apoyado el Anschluss e ignorado la encíclica “Mit brennender Sorge” (Con ardiente inquietud) de Pío XI, publicada en 1937, que condenaba explícitamente el nazismo y destacaba su incompatibilidad con el cristianismo.“En su necio afán de ridiculizar la humildad cristiana como una degradación de sí mismo y como una actitud cobarde -sostiene la encíclica-, la repugnante soberbia de estos innovadores no consigue más que hacerse ella misma ridícula”. Pío XI había firmado un concordato con la Alemania de Hitler, pero lo había hecho para proteger a los católicos y enseguida se arrepintió de haber transigido con aquellos que se dedicaban a esparcir “la cizaña de la desconfianza, del descontento, de la discordia, del odio, de la difamación, de la hostilidad profunda”, alimentando un culto idolátrico basado en el “hado sombrío e impersonal” de una “concepción precristiana del antiguo germanismo”.
El 22 de febrero de 1943 los hermanos Scholl y otros miembros de la Rosa Blanca, un grupo clandestino de resistencia contra Hitler, fueron ejecutados en la guillotina por incitar a la desobediencia y así acabar con la guerra. Ese mismo día, Franz recibió la carta que le obligaba a incorporarse al ejército para luchar en el frente. Después de despedirse de su mujer y sus hijas con abrazos y palabras de consuelo, se presentó en el cuartel de Enns y se negó a prestar el juramento de fidelidad a Hitler. Recluido en la prisión de Tegel, Berlín, la misma que alojaría más adelante al teólogo protestante Dietrich Bonhoeffer, el párroco de su localidad natal intentó convencerle de que se retractara para no sufrir y hacer sufrir a su familia. Jägerstättercontestó que jamás podría implicarse en una guerra injusta y contemporizar con un régimen que pisoteaba los valores humanos. Durante meses, sufrió presiones y malos tratos para que rectificara, pero no cambió de actitud. Unas horas antes de su ejecución, el capellán de la prisión de Tegel le contó que un año antes el sacerdote católico Franz Reinisch había sido ejecutado por negarse a jurar fidelidad al Führer. Confortado, Jägerstätter respondió: “Eso significa que no estoy solo. Si un sacerdote ha tomado una decisión como la mía entonces significa que no soy el único y habrá otros que digan ‘no’ a este mal radical, a este sistema demoníaco”. El 9 de agosto de 1943 la guillotina puso fin a la vida de Franz. Fue uno de los 16.000 ejecutados con ese método durante los doce años de dictadura nazi. Comentando una epístola de San Pablo, Jägerstätter había escrito: “Nuestra unión con Cristo no nos protege de los sufrimientos terrenos, pero pone el sufrimiento en la perspectiva del valor eterno”. Su firmeza no debe ocultar o suavizar su sufrimiento físico y psicológico. “No ha sido fácil mantener mi posición”, admitió en sus últimas horas. Sin embargo, nunca perdió la paz interior que le proporcionó la certeza de hacer lo correcto.
Proclamado beato por Benedicto XVI, el papa Francisco alabó su figura ante un grupo de jóvenes reunidos en Praga el verano de 2022: “A pesar de los halagos y las torturas, Franz prefirió ser asesinado antes que asesinar. Consideró la guerra como algo totalmente injustificado. Si todos los jóvenes llamados a las armas hubieran hecho lo que él hizo, Hitler no habría podido llevar a cabo sus diabólicos planes”. Jägerstätter, al que el papa Francisco llamó joven europeo de “ojos grandes” para subrayar su clarividencia moral, “tenía -según su hija Maria- un profundo sentido de la justicia y del derecho. Estaba moldeado por el Evangelio”. Su condición de granjero acentúa el valor de su heroica peripecia, pues el nazismo era muy popular en las zonas rurales. La mística del retorno a la tierra que exaltaba Hitler se apoyaba en la idea de que el campesino era la fuente intacta de la sangre germánica. A diferencia del obrero, contaminado por la promiscuidad racial de las grandes ciudades, conservaba las virtudes y la fecundidad de lo ario. El granjero era la esencia del genio alemán. Encarnaba su fuerza telúrica y su pureza racial en su forma más pura y elemental. Terrence Malick capta ese matiz al mezclar el lirismo del paisaje y la crueldad de sus habitantes, que maltratan cruelmente a la familia Jägerstätter, excluyendo a sus hijas de los ritos religiosos y saqueando sus cosechas con una actitud desafiante.
Se suele oponer el mal a la belleza, pero el mal muchas veces brota en lugares idílicos, como un valle austríaco rodeado de montañas. Aunque Franz y Fani experimentan la impresión de vivir por encima de las nubes, serán arrollados por la historia. Tienen a su alcance todos los bienes que cabe imaginar: una tierra fecunda, un cielo purísimo, una pequeña comunidad, una familia. La cámara de Malik esculpe los rostros con delicadeza, como si quisiera captar el alma que habita bajo la piel, pero en algunas miradas no se advierte la delicadeza del espíritu, sino odio y resentimiento. Los azules, verdes y lilas de los valles preludian la espesa penumbra de la dictadura. El alegre bullicio que reina en la aldea no tarda en convertirse en estridencia. La fraternidad deja paso a la ira. La paz sucumbe a la embriaguez del poder y los delirios de superioridad racial. Franz y Fani no transigen con discriminaciones o exclusiones. Para ellos, todos los humanos son iguales y merecen el mismo respeto, pero sus vecinos consideran que el pueblo alemán es el señor de la Tierra y que el resto de los pueblos debe someterse a sus designios.
El heroísmo de Franz es un grito silencioso. Nos dice que la conciencia es más fuerte que el mundo, que el espíritu puede hacer frente a la historia, que un testimonio de dignidad salva a la humanidad de su connivencia con el mal. A veces, Franz y Fani se preguntan dónde está Dios, por qué permite que se pisotee la inocencia, por qué se esconde en el silencio. Sin embargo, Dios no está ausente o callado. Habla en el corazón de Franz, le acompaña en todo momento, soporta las mismas vejaciones que le infligen sus verdugos. Dios palpita sin descanso en el corazón humano, incitándole a no claudicar ante el mal. Franz conserva la dignidad y la delicadeza hasta el último instante. Aunque le golpean, le humillan y le escupen, cultiva la cortesía y la sencillez. Cuando sale de un comercio esposado, se detiene un momento para levantar del suelo un paraguas caído en el suelo. Escribe cuando se lo permiten, observa el cielo desde su celda, cultiva la amistad con sus compañeros de encierro.
Los nazis emplean toda clase de iniquidades para propagar el terror, pero su violencia palidece ante el bien y la belleza, omnipresentes incluso en los espacios más lúgubres. Los mirlos que sobrevuelan el patio de la prisión de Tegel son un recordatorio permanente del anhelo de paz y libertad que habita en el espíritu humano. Fani comparte su cosecha con una viuda, a pesar de su pobreza y de las vejaciones que ha sufrido a manos de sus vecinos. Una de sus hijas llora bajo la lluvia mostrando que el clamor de los inocentes siempre resonará en las conciencias. En una de sus cartas, Franz le asegura a Fani que algún día entenderán el sentido de su sufrimiento: “Ya no habrá misterios. Sabremos por qué vivimos. Nos reuniremos de nuevo, labraremos los campos y plantaremos huertos. Volveremos a reconstruir la Tierra”.
La banda sonora de Vida oculta incluye fragmentos de Bach, Arvo Pärt, Haendel y Górecki, que refuerzan la atmósfera poética que impregna todo el film. August Diehl realiza una interpretación intensa, emotiva y creíble como Franz Jägerstätter. Su breve careo con Bruno Ganz, que interpreta al juez que lo condena, escenifica el conflicto entre los principios y el orden establecido, los valores y la tentación de adaptarse a la marea dominante, el compromiso y el pragmatismo. Sencillo y humilde, Jägerstätter no cae en el error de soltar un alegato. Solo necesita mostrar su determinación y mansedumbre para sembrar en el juez la sospecha de estar al servicio de un poder maligno.
La sombría ejecución en un granero no puede borrar la poderosa luz que emana del hogar de los Jägerstätter, una pequeña casa campesina impregnada de amor y ternura. Vida oculta es un faro de esperanza en un tiempo de sombrías tempestades. En la época del genocidio de Gaza, las guerras olvidadas del Tercer Mundo y la guerra de Ucrania, saber que siempre hay justos dispuestos a inmolar sus vidas por una buena causa, nos ayuda a mantener viva la expectativa de un porvenir más humano. Cuando la belleza se aparta del cauce del bien, se marchita irremediablemente. Los hallazgos formales de Leni Riefenstahl y David W. Griffith pierden todo su grandeza al ponerse al servicio de la ignominia. En cambio, la mirada poética de Malick posee una altura excepcional. En sus planos se advierte esa “presencia a oscuras” de la que habla Ernestina de Champourcín, una poderosa luz interior gracias a la cual sabemos que morir por amor no es inútil, sino la forma más certera de abrazar la Vida. No me parece inoportuno finalizar esta nota con la cita de George Eliot que empleó Malick a forma de epílogo: “el creciente bien del mundo depende en parte de hechos sin historia, y que las cosas no sean tan malas para ti y para mí como pudieran haber sido, se debe en parte a los muchos que vivieron fielmente una vida oculta, y descansan en tumbas no frecuentadas”.