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Blas de Otero: Un poeta comprometido con la paz y la palabra

Rafael Narbona

En una España enturbiada por el odio y la división, leer Pido la paz y la palabra es algo más que leer poesía. Es un acto de fe. Fe en el hombre, en la libertad y en la fraternidad.

Solitario, inconformista, místico desencantado y poeta comprometido, Blas de Otero nació en Bilbao en 1916 en el seno de una familia acomodada. Hijo de un capitán de la Marina mercante, su familia se enriqueció durante la Gran Guerra, lo cual le permitió disfrutar de una institutriz francesa durante su niñez y, más tarde, estudiar en los jesuitas. La crisis del 29 puso fin a esa prosperidad. La familia se trasladó a Madrid, donde Blas finalizó el bachillerato en el Instituto Cardenal Cisneros. A los trece años, perdió a su hermano mayor y, al poco tiempo, falleció su padre. Aunque estudió Derecho para seguir los pasos del hermano perdido, nunca tuvo vocación de abogado y cuando regresó a Bilbao, empezó a escribir poesía de carácter religioso. En 1942, publica Cántico espiritual. Influido por san Juan de la Cruz, describe el acercamiento del hombre a Dios como una experiencia paradójica, pues la dicha del encuentro siempre está ensombrecida por la conciencia de una imposibilidad. Lo finito aspira a lo infinito, sueña con adentrarse en su misterio, gozar de la plenitud de la unión con lo permanente y perfecto, pero la comunión total es inalcanzable. La llamada de Dios es una flecha “pura, dulcísima”. Todo es signo, señal, “un golpe de estrellas suspendidas” que sacude el centro de nuestro ser.

“Oh, si ya me rompiese,

si mi pecho se abriera como quilla

en el agua que fuese

esa ola amarilla

-yo grumete- del campo de Castilla.”

Blas de Otero, frustrado por no logar esa comunión perfecta con lo divino, inicia una nueva etapa de carácter existencial que se plasma en Ángel fieramente humano (1950), Redoble de conciencia (1951) y Ancia(1958). Es el momento del desamparo, de la soledad, de la ruina, del desarraigo, de la amargura y el llanto.

“Luchando, cuerpo a cuerpo, con la muerte,

al borde del abismo, estoy clamando

a Dios. Y su silencio, retumbando,

ahoga mi voz en el vacío inerte.

Oh Dios. Si he de morir, quiero tenerte

despierto. Y, noche a noche, no sé cuándo

oirás mi voz. Oh Dios. Estoy hablando

solo. Arañando sombras para verte.

Alzo la mano, y tú me la cercenas.

Abro los ojos: me los sajas vivos.

Sed tengo, y sal se vuelven tus arenas.

Esto es ser hombre: horror a manos llenas.

Ser —y no ser— eternos, fugitivos.

¡Ángel con grandes alas de cadenas!”.

Blas de Otero se precipita en la angustia, la tristeza, la ceniza y las lágrimas. El silencio de Dios lo sume en el desengaño. Silencio ante el horror que acontece día a día. ¿Qué es la historia? El hombre alzando la mano contra el hombre, los campos ensangrentados por el odio y la rabia, sociedades divididas por la insolidaridad y la ambición de poder. Marcado por su participación en la Guerra civil (primero como soldado republicano; después, como combatiente franquista a su pesar), ya no percibe otro absoluto que el amor. Sin embargo, el amor es un frágil absoluto, pues la muerte reduce todo a polvo. El alma humana se parece al paisaje de una ciudad devastada por la guerra: solo hay escombros. Y no cabe fantasear con una hipotética reconstrucción. Si no hay Dios, todo se pierde. La nada es la última estación, el final de un camino salpicado de horror y aliviado por algunas gotas de belleza. Todo es absurdo, inútil.

Tras una temporada en un sanatorio de salud mental a causa de una depresión, Blas de Otero supera su crisis existencial mediante la utopía de un porvenir más justo. Se afilia al Partido Comunista y se exilia en París, pero regresa a España y trabaja como minero y agricultor. Viaja a la Unión Soviética, China y Cuba, donde conoce a su última mujer, la profesora y poetisa vizcaína Sabina de la Cruz. El 29 de junio de 1979 fallece en su casa de Majadahonda por culpa de una embolia pulmonar. Se despide del mundo con la conciencia de pertenecer a una generación cuyo destino consistió en “apuntalar ruinas”.

Pido la paz y la palabra, publicado en 1955, es uno de los grandes clásicos de la poesía española del siglo XX. Parcialmente censurado, hasta 1975 no se publica la versión definitiva en España, que corrió cargo de Lumen. Blas de Otero escribe para la “inmensa mayoría”. No desea ser un poeta de elites ni de minorías, sin la voz de todos. Eso no significa que postergue su peripecia personal. De ahí que se presente como un hombre que “murió por dentro / y un buen día bajó a la calle”. Conoce el horror que representa la sospecha de que Dios solo sea tierra, agua, sombra, viento, fuego. Si el Viviente es muerte sucesiva, formas que se desvanecen sin dejar huella, el hombre solo puede contar con el hombre. Blas de Otero alude a su poesía religiosa como una etapa superada. Ha roto todos sus versos y, “ebrio de amor”, deambula sin rumbo, huyendo de los “ángeles atroces” y los “horribles peces de metal” que surcan el cielo y el mar. Solo han pasado dieciséis años desde el final de la Guerra Civil y aún se levantan olas de sangre y de odio. El poeta pide la palabra para sellar las heridas del pasado e impulsar un mañana libre de ira y estrépito.

“Yo doy todos mis versos por un hombre

en paz. Aquí tenéis, en carne y hueso,

mi última voluntad. Bilbao, a once

de abril, cincuenta y tantos”.

Blas de Otero recupera las palabra de Sancho en el lecho de muerte de Alonso Quijano, pidiéndole que no se deje morir. El ilustre moribundo simboliza una España que ya no espera nada. Una España con “el rostro puro y terrible”. El poeta se niega a callar. Sabe que Rubén Darío no se equivocaba al escribir: “¿Callaremos ahora para llorar después?”. Sus manos, sus ojos, quieren hablar, hablar y hablar para edificar el futuro sobre una piedra sólida, donde el pueblo ya no sea un vasallo humillado y atemorizado.

El poema “Hija de Yago” es una estremecedora radiografía de la historia de España. Hija de la envidia, la frustración y el resentimiento, su “talón sangrante” es un recordatorio permanente de la barbarie de Occidente, que se extendió por los océanos como un áspid rebosante de furia. Iberia es “pánica”. Naturaleza salvaje que infunde temor, pero también es “silo de sol”. Su tierra sufre un exceso de luz y alberga un vientre fecundo. Es “haza crujiente”, territorio fértil que se abre al trabajo del hombre, ofreciéndole sus frutos. España siempre ha vivido atemorizada por el miedo a la muerte. Su historia, plagada de místicos, es una proa “ávidamente orzada […] hacia otra vida”. Su anhelo de eternidad no ha impedido que su talón se hunda en la tierra, pisando horriblemente “el rostro de América adormida”. Mientras se maltratan con penitencias y ayunos, los españoles “entierran las pezuñas / en la más ardua historia que la Historia registre”.

Blas de Otero prosigue su análisis histórico, deteniéndose en la Guerra Civil:

“Alángeles y arcángeles se juntan contra el hombre.

Y el hambre hace su presa, los túmulos su agosto.

Tres años: y cien caños de sangre abel, sin nombre…

(Insoportablemente terrible es su arregosto)”.

Agosto del 36 fue el mes más cruento de la lucha fratricida. Muchas de las víctimas ni siquiera han llegado a disfrutar de un túmulo, salvo en la memoria de sus seres queridos. La sangre de Abel, símbolo de la inocencia, corrió como el agua de un caño y un sabor amargo se instaló en los paladares. Ni siquiera hoy ha desaparecido esa sensación. Sin embargo, la reconciliación siempre es posible.

“Madre y maestra mía, triste, espaciosa España.

He aquí a tu hijo. Úngenos, madre. Haz

Habitable tu ámbito. Respirable tu extraña

Paz. Para el hombre. Paz. Para el aire. Madre, paz”.

Quizás Otero exagera el carácter cainita e imperialista de España. Otros países de Europa han mostrado los mismos rasgos. Alemania, Francia, Italia y Reino Unido también hundieron sus pezuñas en otros continentes, saqueando y esclavizando. O sucumbieron a dictaduras sombrías, donde miles de inocentes fueron masacrados. Eso sí, si tenemos en cuenta el contexto del poeta, comprenderemos mejor su punto de vista. En los años 50, España está bajo la bota de Franco y aún se habla de vocación de imperio, exaltando a figuras como Hernán Cortés y Francisco Pizarro. Otero no es antiespañol. De hecho, en “Espejo de España” repasa la geografía nacional y, al referirse a Ávila y Toledo, las describe como “lágrimas / de piedra, ardiendo / en la cara / del cielo”. El río Tormes, afluente del Duero, pasa por Alba de Tormes como una lengua de “agua en silencio. / Lenta, ancha / como el tiempo”. Criptana y el Toboso no son meros lugares, sino ensoñaciones donde a lo lejos se divisa una mancha con lanza y rocín. La historia de amor de Fernando, caballero cristiano, y Raquel, hija del judío Leví, aún sigue destilando amargura en el famoso municipio de la provincia de Cuenca. España es “yermo” y “yelmo”, espíritu y espada. Los labios de la patria se dibujan en un espejo lleno de matices y contrastes.

La aceñas o molinos harineros bajo el cielo “luminosamente rojo” de Zamora conmueven a Otero, pero sabe que esa experiencia solo adquiere trascendencia, valor eterno, cuando se comparte con otros. La memoria preserva al instante de la erosión del tiempo, pero solo los “c-o-m-p-a-ñ-e-r-o-s” sacan al individuo del estéril ensimismamiento del hombre satisfecho. El ser humano es una criatura incompleta hasta que participa en la vida comunitaria. Se contempla para compartir. Solo entonces dejamos de ser individuos para convertirnos en personas. La belleza de las aceñas no puede disipar el bochornoso espectáculo del hambre. En Bilbao, mujeres “tristes y pintadas” venden sus cuerpos para sobrevivir. Son mendigos con “faldas de soledad” en ciudades llenas de iglesias y casas públicas. Los adulterios y los anatemas conviven en una ciudad “donde las almas son de barro / y el barro embarra todas las estrellas”. Bilbao es un “salmo de fábricas” con “infiernos hondos en la niebla”. Los altos hornos escupen humo desde la madrugada. Dos guardias civiles bordean el Nervión en bicicleta mientras un hombre mea en sus aguas. Novenas, devocionarios, velas, velos, tules, doncellas que duermen tranquilas ajenas al “jolgorio de las piernas trenzadas” en “ese barrio de escándalo”. El poeta pasea silbando por la ciudad donde “muy lejos, muy lejano, / se escucha el mar, la mar de Dios, inmensa”. A pesar de su crisis de fe, Blas de Otero sigue invocando a Dios. No al Dios de los tradicionalistas, un ídolo lejano y terrible, sino a un Dios cercano y muy humano que encarna la esperanza y la posibilidad de que el bien y la belleza triunfen sobre el mal y la nada.

En “Gallarta”, hay pinceladas panteístas. Dios es el mar, el otoño, la tierra roja, la piedra, un árbol, acaso el hombre. También está en las palabras, las olas, el hierro y la miseria. Otero reivindica la palabra esencial, el poema “corto en palabras”. La poesía es un dios. Salva los nombres, las manos, las bocas. La voz del poeta se parece a la de Jesús cuando ordena a Lázaro que se levante y camine. La poesía es un dios que está en el corazón y en los ojos. Se encarna en las playas del Cantábrico y en la austera Soria, “¡tan bella! bajo la luna”. La evocación de Antonio Machado en “Con nosotros” sugiere simultáneamente la irreversibilidad de una ausencia (“sacudió / la ceniza / y se fue…”), pero el uso del pronombre referido a la primera personal del plural insinúa que su pluma sigue muy viva. De hecho, su voz, como el rumor del mar o el de los campos de Castilla, nunca ha dejado de oírse.

Al evocar a Walt Whitman y a Nietzsche en “Posición”, Blas de Otero admite que “sin Dios”, el hombre “no podría / aupar un cielo sobre tanto escombro”. La esperanza, no obstante, no está exenta de sombras: “Pobres mortales. Tristes inmortales”. Y el alma de España no escapa a ese destino: “España, patria despeinada en llanto”. El poeta no reniega de su tierra, pese a sus ríos que parecen caudales de lágrimas: “Este es el sitio donde sufro. Y canto”. En “Yo soy aquel que ayer no más decía…”, el tono trágico y existencial se acentúa. No sabemos dónde estamos. Solo vemos sombras desde ese “balcón de agonía” que es la existencia. Podemos inventar un “alba bella”, pero no hay que contar con su llegada y tampoco hay esperanza para los que vendrán más tarde: “Verán lo que no vimos. / Yo ya ni sé, con sombra hasta los codos, / por qué nacemos, para qué vivimos”.

En “Juicio final”, Otero confiesa sentirse “comido por el ansia hasta los tuétanos”. Aunque vive desesperado entre sombras y sueños, acepta su destino:

“Nací para narrar con estos labios

que barrerá la muerte un día de estos,

espléndidas caídas en picado

del bello avión aquel de carne y hueso”.

A pesar de todo, a pesar de tantos fracasos y desengaños, a pesar del escepticismo y la desesperanza, “siempre hay caminos”. Pero, en el caso de España, los caminos están erizados de “espantosa podredumbre”. En “Juntos”, leemos: “soy hijo de una patria triste / y hermosa como un sueño de piedra y sol; de un tiempo / amargo como el poso / de la historia”. Aunque esa tierra sacude los huesos para espantar la esperanza, Blas de Otero halla en sus semejantes ese camino que salva al hombre de la podredumbre:

“¡ah, no podrán, jamás podrán vencerme,

porque mi mano se me va y se agarra

a otra mano de hombre y a otra mano

que me encadenan, madre inmensa, a ti!”

Blas de Otero retoma la frase del Quijote con la que inició Pido la paz y la palabra y que dejó interrumpida: “…porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más…”. En la España de la dictadura, todos pueden convertirse en Abel: “Vendrán / por ti, por ti, por mí, por todos / […] Tu nombre está ya listo, / temblando en un papel”. Pero no hay que dejarse morir. Hay que escuchar la voz de Sancho, que es la voz del pueblo y trabajar por la paz. España es una “espina”, un amargo cáliz, pero “el pie del pueblo, / avanza, avanza hacia la luz”. Y “la victoria está clara”. “Vientos del pueblo” llaman a la puerta mientras la sangre avanza. “Arden las rosas” y es posible besar la aurora con los labios. Por todas partes se alzan “torres de esperanza”. El capullo del futuro derrama su claridad sobre la lóbrega España. La verdad se enciende como una lágrima, como “una trémula flor desfigurada”, pese a que se materialice bajo el aspecto de una caligrafía triste y derrotada. Hasta que el capullo de la esperanza florezca, habrá que sufrir los “escándalos del hambre” y el “laurel asesino” de los vencedores.

La escritura de Blas de Otero nace en las riberas del Nervión, crece y madura en Madrid y alcanza su plenitud en París. Es una historia de esperanza y miedo, palabra y silencio. El poeta se presenta como uno de “tantos que esperan / (españahogándose) un poco de luz, nada / más, un vaso de luz / que apague la sed de sus almas”. En “Un vaso en la brisa”, Blas de Otero aventura que todo tiene su término, que el río pasa y cada mañana sale el sol. No hay que darse por vencido. En la “ardua España mía” algún día alboreará la alegría. Otero cultiva la belleza, pero desdeña al poeta que solo piensa en ella. “Escribo / en defensa del reino / del hombre y su justicia”. El poeta manifiesta su compromiso sin miedo a mancharse con el barro de la historia:

“Ni una palabra

brotará de mis labios

que no sea

verdad.

Ni una sílaba

que no sea

necesaria”.

El poeta debe dar “testimonio del hombre, hoja a hoja” y hacer que en sus versos resuenen los gritos de libertad. Su voz debe levantarse como una almena que ayuda a otear el porvenir y desbrozar las sendas que conducen a una sociedad más humana. La pluma canta henchida de rabia. Casi no tiene aire. Es como un árbol abolido. Sin embargo, su misión es muy clara: ser “fuente serena de la libertad”. Por eso, Otero pide “en el nombre de España, paz”. Lejos del pesimismo antropológico que esgrimen las dictaduras para justificar sus abusos, el poeta proclama que cree en el hombre. Admite que podrá faltarle el pan, el agua, el aire, pero “la fe, jamás”.

Ahora que un nuevo fascismo recorre el mundo, alimentando guerras y recortando derechos y libertades, los poetas como Blas de Otero son especialmente necesarios. En una España enturbiada por el odio y la división, leer Pido la paz y la palabra es algo más que leer poesía. Es un acto de fe. Fe en el hombre, en la libertad y en la fraternidad.

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