“Estamos atribulados por todas partes, pero no abatidos; perplejos, pero no desesperados; perseguidos, pero no abandonados, derribados, pero no aniquilados.” Me gusta citar esta frase de la segunda Epístola de San Pablo a los Corintios porque nos enseña que aún en los momentos más duros nos salvan la fe y la esperanza. Padecemos sufrimientos en nuestro cuerpo de barro, pero estamos vivos.
¿Por qué tener optimismo en el futuro de esta Patria, aunque estamos angustiados? ¿Podemos pensar que las actuales dudas e incertidumbres son las expresiones de los dolores de parto de un nuevo hijo? Lo imaginamos hermoso y sano, aunque al mismo tiempo tememos que nazca enfermo y defectuoso. Tememos que los médicos o que las comadronas no sean capaces de cumplir la misión que les confiamos.
No es casual que el Acta de Fundación de Bolivia coincida con el fuerte y altivo signo de Leo y con el mes de la Pachamama, la madre que nos cobija, que nos da de comer y de beber; el mes de las ofrendas para dar gracias por todo lo recibido. Es igualmente la temporada de los vientos, la presencia del Espíritu, del mensajero Ankari, como convocan los sabios kallawayas.
Son los intereses mezquinos los que transforman esa posibilidad de comer en plásticos y chatarras, en avasallamientos y en quemas, en especulación de alimentos y en carencias.
Son los hijos malvados los que envenenan los ríos con mercurios y desechos, desde centros de poder hasta expresiones de miseria.
Son los propios habitantes de la selva y de las llanuras, originarios y forasteros, los responsables de cortar árboles y sembrar cemento transformando las brisas en huracanes, los soplidos en llamaradas. Los ajayus de las montañas, de los arroyos citadinos, de los lugares sagrados en las campiñas, están enojados.
Sin embargo, no estamos derribados.
Los bolivianos tenemos una gran capacidad de resiliencia porque convertimos la desesperación en solidaridad, la tribulación en hospitalidad, el apuro en creatividad.
La escena del reciente incendio en un barrio paceño es ilustrativa. Descuidos personales, falta de protocolos institucionales, provocaron el fuego. Llegaron los bomberos, policías y voluntarios. Su afán para combatir las llamas se enfrentó con absurdos obstáculos porque los hidratantes no compatibilizaban con las mangueras. Gritos angustiados.
Alguien propuso suplir las fallas del Estado con la organización de la sociedad civil. Alguien dio la voz de mando. Hombres, mujeres, niños, de toda edad y condición llenaron con agua baldes, ollas, tazones, bañadores. En pocos minutos la fila estaba ordenada y cumplió su objetivo. El incendio fue apagado en menos tiempo de lo que la altura de las flamas hacía temer.
En este cumpleaños de la Patria, podemos estar seguros de que Bolivia no se nos muere. La moda de la polarización cede a los puentes múltiples, a los grises. El debate vence a los mercaderes de los bloqueos y cercos violentos. Algo se mueve; algo anuncia que los temores serán vencidos por la disciplinada práctica del voto.
¿Estarán los médicos a la altura del parto que se aproxima? No lo sabemos.
Lo seguro es que el tejido social boliviano, aun tan bombardeado en estos lustros, mantiene reservas de fortaleza, de pertenencia y de combatividad.
Un tejido social que abarca a un país que es más que Oriente y Occidente, es Norte y es Sur; es más que cordilleras y tierras altas y bajas porque los ríos unen las regiones en sus infinitos recorridos, aun cuando cambien de nombre o reciban otros afluentes. Porque en todas partes hay hijos nacidos de diferentes sangres y diversas herencias.
Un territorio que tuvo en 1825 a Potosí como eje articulador, igual que en 1925. En 2025 es Potosí el espacio que señala caminos para la centuria, desde el litio al Salar, desde el extractivismo secular al turismo mundial.
Bolivianos que a lo largo de doscientos años demostraron que su insignia más luminosa es el amor a la Libertad, ese amor desenfrenado que describió Simón Bolívar cuando nacía su hija predilecta.