Análisis
Bolivia celebró 200 años de independencia, pero en lugar de ofrecer un relato amplio y crítico, los discursos oficiales repitieron la misma liturgia retórica que ha caracterizado los últimos actos cívicos departamentales y ahora en el aniversario patrio. Desde la Casa de la Libertad, el presidente Luis Arce y el vicepresidente David Choquehuanca mostraron dos registros del poder: uno institucional y estatal, el otro poético y espiritual. Y aunque ambos reivindicaron el «proceso de cambio», lo hicieron con tonos tan distintos que parecían hablarse sin escucharse.
Tanto Arce como Choquehuanca coincidieron en presentar el Bicentenario como el inicio de una “segunda etapa” del proceso de cambio. Pero más que una propuesta renovadora, lo que ofrecieron fue una reafirmación del poder que ya ejercen. No hubo explicaciones sobre qué se logró realmente en la primera etapa, ni qué transformaciones significativas se proponen para la segunda. ¿A quién beneficia esta continuidad? ¿Qué problemas se resuelven con ella? ¿Qué sectores quedan fuera de esta narrativa? Las respuestas brillaron por su ausencia. En lugar de abrir el debate nacional, ambos optaron por discursos encapsulados, dirigidos a los convencidos, a los que ya están dentro. El país real —con inflación, corrupción, crisis judicial y fractura política— quedó fuera del escenario. El Bicentenario, que podría haber sido una oportunidad para repensar el rumbo, terminó siendo una ceremonia de autoafirmación.
Dos estilos, dos silencios
En el recorrido de ambos discursos se revela una coreografía cuidadosa para evitar fricciones internas. Arce sostuvo la narrativa institucional, Choquehuanca impulsó un relato ético y espiritual. Pero cuando se cruzan los temas, surgen vacíos evidentes:
El tono y enfoque fue ceremonial y político en Arce, reflexivo y descolonizador en Choquehuanca.
Los referentes históricos fueron Juana Azurduy y el Estado Plurinacional por parte del presidente, y Túpac Katari y la Pachamama en el caso del vicepresidente.
La narrativa dominante insistió en el golpe de Estado y el anti-neoliberalismo en Arce, y en la transformación interior y la “verdad” plural en Choquehuanca.
Lo que se evitó decir fue común: la fractura interna del MAS, la caída de reservas internacionales, el dólar paralelo, el desgaste institucional, la crisis económica.
Esta tensión discursiva entre lo institucional y lo simbólico también se manifiesta en las referencias intelectuales que se invocan. Por ejemplo, se apela a los “sabios menores”, a la sabiduría ancestral y comunitaria como depositaria de una verdad descolonizadora. Sin embargo, esta búsqueda de una verdad única corre el riesgo de invisibilizar a los débiles y a las diferencias incómodas. Bajo el pretexto de cohesión ideológica, se puede terminar silenciando lo marginal, negando los matices y anulando la pluralidad que constituye la riqueza de lo nacional.Esta crítica cobra especial vigencia en un contexto donde los discursos oficiales pretenden construir unidad desde la homogeneidad, sin reconocer que Bolivia es —y siempre ha sido— un país plural, tensionado, atravesado por diferencias históricas, culturales, políticas y sociales. En ese sentido, tanto el tono solemne de Arce como la narrativa espiritual de Choquehuanca parecen prescindir de esa pluralidad profunda, recurriendo a relatos épicos que ya no logran representar la complejidad del país ni interpelar a las nuevas generaciones que buscan participación y reconocimiento real.
Las repeticiones como síntoma
El Bicentenario dejó al descubierto un patrón que ya no emociona ni moviliza: la repetición como síntoma de agotamiento discursivo. No se trata solo de insistir en ciertos temas, sino de hacerlo sin renovación, sin matices, sin conexión con el presente.
- Se repitió el relato del golpe de 2019 como eje legitimador del gobierno, sin abrir espacio para una mirada más compleja ni para el reconocimiento de las fracturas internas que ese episodio dejó.
- Se repitió la denuncia al modelo republicano, presentado como antagónico al Estado Plurinacional, sin matizar los aportes ni reconocer que muchas instituciones heredadas siguen operando en el país.
- Se repitió la defensa del “Proceso de Cambio”, pero sin autocrítica, sin reconocer los errores, los retrocesos, ni las tensiones que hoy lo atraviesan.
- Se repitió la exaltación de figuras históricas, como Juana Azurduy o Túpac Katari, pero sin vincular sus luchas con propuestas concretas para el presente. La historia se convirtió en decorado, no en motor de transformación.
Estas repeticiones ya no interpelan. La ciudadanía no se siente aludida por consignas que suenan cada vez más burocráticas. Lo que alguna vez fue épico, hoy parece parte de un protocolo. El discurso oficial se ha vuelto previsible, y en esa previsibilidad se pierde la capacidad de convocar, de emocionar, de construir futuro.
El Bicentenario pedía un discurso renovador, capaz de dialogar con las nuevas generaciones, con las regiones postergadas, con los sectores críticos. Pero lo que se ofreció fue una reiteración de lo ya dicho, como si el país no hubiera cambiado, como si el tiempo no hubiera pasado.
Repetir sin transformar es una forma de estancamiento. Y Bolivia, en este momento histórico, necesita movimiento, escucha, imaginación política.
Un país fuera del relato
Mientras el discurso presidencial por el Bicentenario se centró en símbolos, gestos patrióticos y la defensa del “proceso de cambio”, Bolivia atraviesa una realidad que quedó completamente fuera del relato oficial.
- La crisis financiera se agudiza: el dólar paralelo sigue en ascenso, las reservas internacionales se debilitan, y el acceso a divisas se ha vuelto un problema cotidiano para empresas y ciudadanos. Sin embargo, no hubo una sola mención concreta a este escenario en el mensaje presidencial.
- La corrupción, que erosiona la confianza pública y afecta desde instituciones hasta empresas estatales, fue ignorada. No se ofrecieron medidas, ni reconocimientos, ni compromisos para enfrentarla.
- La división interna del MAS, que marca la política nacional desde hace meses, fue disimulada detrás de llamados genéricos a la unidad. La fractura entre el ala evista y el arcismo no solo es evidente, sino que condiciona decisiones clave del gobierno. Silenciarla no la resuelve.
- La institucionalidad democrática, más mencionada que defendida, parece una fachada que se cuartea. El respeto por la independencia de poderes, la transparencia en la gestión pública y la garantía de derechos fundamentales no fueron parte del balance ni de las promesas.
Este silencio no es casual. Es parte de una estrategia discursiva que busca sostener una narrativa triunfalista, aunque cada vez más desconectada de la experiencia cotidiana de la ciudadanía. En lugar de convocar a un diálogo nacional honesto, el Bicentenario se convirtió en una escenografía que evita las preguntas difíciles.
Bolivia necesita un relato que incluya sus contradicciones, sus urgencias, sus voces diversas. Porque un país que no se reconoce en su propio espejo corre el riesgo de perderse en sus mitos. Y hoy, más que nunca, se necesita claridad, coraje político y una narrativa que abrace la complejidad.
El Bicentenario como espejo roto
El Bicentenario fue, en teoría, una oportunidad para reconciliar historia y presente, diversidad y unidad. Pero lo que se vio en los discursos fue una repetición sin renovación, una celebración sin escucha, un discurso sin política real.
Se habló de independencia, de soberanía, de héroes del pasado. Pero no se habló de los desafíos concretos que enfrenta Bolivia hoy. No se mencionó la crisis financiera, ni la fragmentación política, ni el desencanto ciudadano. El país real —el que vive la escasez de dólares, la precariedad laboral, la corrupción institucional— quedó fuera del escenario. Como si el acto conmemorativo se realizara frente a un espejo que ya no refleja.
La retórica oficial se sostuvo en símbolos, pero evitó el disenso. Se apeló a la unidad, pero sin reconocer las divisiones. Se exaltó la historia, pero sin vincularla a propuestas vigentes. El resultado fue un Bicentenario que no interpeló, que no emocionó, que no convocó.
Bolivia necesita más que discursos: necesita política real. Necesita abrirse al disenso, incluir a la ciudadanía concreta en el relato nacional, escuchar a quienes no tienen voz en los actos oficiales. Porque sin pluralidad, sin autocrítica, sin diálogo, el país corre el riesgo de celebrar su pasado mientras pierde su futuro.
El Bicentenario podría haber sido un punto de inflexión. Pero terminó siendo una postal institucional, un ritual sin alma. Y eso, en un país que busca sentido, es una oportunidad perdida.