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El derecho a no ser engañado

Antonio Garrigues Walker y Luis Miguel González de la Garza

Las democracias deben basarse en la veracidad y en la honradez de sus representantes para que estas puedan funcionar correctamente. Sin embargo, la época de la posverdad en la que vivimos ha causado verdaderos estragos en el uso político indiscriminado de la mentira como en ningún momento histórico del pasado; sin las tecnologías electrónicas esto no hubiese sido posible en la escala y magnitud que podemos hoy apreciar prácticamente en todo el mundo. El Brexit en el Reino Unido es el ejemplo paradigmático de la mentira política que causa estragos sociales y, en ese caso, la desconexión de ese país de la Unión Europea. Es claro que la magnitud del problema exige seriedad en la forma de afrontar tan grave y profundo desafío.

No existe un derecho jurídico a exigir veracidad o cumplimiento de sus promesas por parte de nuestros representantes políticos. Puede esto parecer quizás inconcebible, asombroso, en el siglo XXI, ya que en la figura de la que trae causa la representación, la civil, sí que existe esa responsabilidad jurídica; la clave, pues, se encuentra en la expresión «representación política». Recordemos que esta, a diferencia de la civil, está desconectada por completo de la verdadera responsabilidad jurídica como exigibilidad de una conducta, y eso se hace en España, por ejemplo, nada más y nada menos que a través de la propia Constitución, cuando prohíbe en el apartado segundo de su artículo 67 el mandato imperativo. Es decir, cumplir jurídicamente con sus promesas y no engañar a los representados políticos o ciudadanos, siguiendo la idea construida por Edmund Burke en su discurso al ser elegido Miembro del Parlamento por Bristol el 3 de noviembre de 1774, una auténtica revolución jurídico-política. Si a lo anterior añadimos la prerrogativa parlamentaria como la inviolabilidad recogida en el apartado primero del artículo 71 de nuestra Constitución, que señala que los diputados y senadores gozarán de inviolabilidad por las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones, obtenemos un poder prácticamente ilimitado para el engaño, sin consecuencia jurídica alguna.

Toda responsabilidad se traslada hacia un concepto jurídico indeterminado, vaporoso y vacío, denominado «responsabilidad política» y que es, sencillamente, la irresponsabilidad jurídica. En la política, la mentira ha sido frecuente en la historia de la humanidad ―más que la verdad, hemos de recordar―, pero en la actualidad los medios electrónicos han hecho de esta una forma normal de comunicación. Hoy no se usa la dialéctica política para razonar entre seres racionales, sino como un instrumento de propaganda capaz de ignorar por completo la verdad, reemplazada por relatos plagados de engaños y falsedades que circulan por los circuitos virtuales de la información, desde las redes sociales hasta los medios de prensa y televisión más convencionales.

La clave, pues, es el precio del engaño en la política: si carece de precio jurídico engañar a los ciudadanos, se les engañará sin pudor, sin miedo a las consecuencias, sin límites y de forma mecánica y descarada, porque nada pone freno a ese uso político de la mentira, del engaño y de la propaganda para alcanzar el poder. De hecho, y a poco que se estudian los mensajes políticos de muchos de nuestros representantes, tanto en nuestro país como fuera de él, encontramos la primitiva pero eficaz alquimia del engaño social que elaboró el ministro de la propaganda de Hitler, Joseph Goebbels, en sus bien conocidos once principios, de siempre recomendable lectura por su eficacia.

Pero una sociedad basada en el engaño político persistente y sistemático sufre repercusiones profundamente dañinas y corrosivas, empezando por el efecto de la imitación ―los ciudadanos imitan la conducta de sus políticos para bien y para mal, como modelos que son―; y continuando por el desconocimiento de la realidad que implica la mentira y sus consecuencias nefastas en todos los órdenes humanos de la convivencia. Si podemos convenir en que cada persona puede tener su propia opinión sobre cualquier tema, nadie está autorizado a tener sus «propios hechos» sobre tales temas.

El engaño trata precisamente de desvirtuar los hechos para intentar crear realidades alternativas ―«relatos» decimos hoy― con finalidades siempre dañinas para la sociedad a través, por ejemplo, de la ventana de Overton y su famoso ejemplo de cómo legalizar el canibalismo paso a paso través de sus cinco etapas: 1) pasar de lo impensable a lo radical, 2) pasar de lo radical a lo aceptable, 3) pasar de lo de lo aceptable a lo sensato, 4) pasar de lo de lo sensato a lo popular y 5) pasar de lo popular a lo político. Podemos recordar al presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, y su tristemente famosa expresión «Fake news» para intentar desvirtuar ―con éxito― el sentido de la realidad, de los hechos y crear «realidades paralelas pero falsas». El engaño persistente y continuado tiene efectos peores que el error, como es la confusión social intencionada. Del error se puede salir; de la confusión no. Y las sociedades confusas son el peor efecto de la posverdad, ya que manipularlas es sencillo mediante la anulación de la razón por la emoción, al reducir al ser humano a sus sentimientos y sesgos cognitivos primarios y no a la razón; donde la plaza pública se fragmenta en virtud de la hemofilia de las identidades intolerantes y se exacerba por el fenómeno de la acrofilia, o amor a los extremos que hace que los grupos se ultrapolaricen generando genuino odio entre grupos sociales para que sea imposible el acuerdo basado en la neutralidad de los hechos.

Es por ello que un nuevo derecho como el derecho a no ser engañado es tan importante para la sociedad, para cualquier sociedad, defendiendo precisamente a los más vulnerables de la manipulación de sus emociones por una política cortoplacista y desaprensiva, que abusa de todos sus poderosos instrumentos mediáticos para convencer de sus postulados propagandísticos contra los hechos. El derecho a no ser engañado es una pretensión jurídica no de impedir la libertad de expresión obviamente, sino de prohibir la manipulación grotesca y grosera que ejercen los poderosos en su ambición personal, irrefrenable y a cualquier precio, para conseguir sus objetivos políticos bajo el principio de que el fin justifica los medios, creando hechos radicalmente falsos que pueden ser bien identificados y que dañan de forma severa a la sociedad.

El derecho a no ser engañados parte del principio opuesto, de que no hay fines que justifiquen cualquier medio y de que, en particular, el engaño político por parte de los poderes públicos a los ciudadanos, es una acción inadmisible que debe ser sancionada jurídicamente de diversas formas, desde las más restrictivas, como el Derecho Penal, a la responsabilidad civil subsidiaria de los partidos políticos mendaces de las que forma parte el representante político, u otras fórmulas que anuden al engaño consecuencias graves para quienes las generen, ya que esos castigos tendrán como beneficiarios finales unas sociedades más sanas y justas donde se pueda restablecer la confianza hoy perdida en su representación política.

No se debe dudar de que hay eficientes fórmulas de control del engaño. Las hay, sin duda, como el derecho a no ser engañados que exigirán tribunales o jurados capaces de identificar y sancionar tales tipos de conductas. Si alguna gran virtud tiene la ciencia del Derecho es su capacidad de diseñar nuevas salvaguardias frente a nuevos problemas y retos sociales, pero no olvidemos que los enemigos de la verdad son poderosos y siempre se resistirán a ser controlados, ya que como señala Giuliano da Empoli, diseñan y financian organizaciones lideradas por los ingenieros del caos. Las grandes democracias, las democracias que salgan triunfadoras de la pesadilla de la posverdad, serán aquellas en las que sus mejores mujeres y hombres se sienten a pensar y a diseñar las herramientas jurídicas de la libertad, y el derecho a no ser engañados es sin duda una de las herramientas más eficientes que ha creado la doctrina jurídica contemporánea y que se adoptará en las democracias más avanzadas para salvaguardar jurídicamente las libertades y los derechos fundamentales de sus ciudadanos, y dificultará que la clase política pueda engañar a los ciudadanos a los que se debe, bajo cualquier ideología y por encima siempre de cualquiera de estas.

Antonio Garrigues Walker es abogado y actualmente presidente de honor del bufete Garrigues, del que fue presidente hasta 2014. Dirige también la Fundación Garrigues, que sirve al interés general de la sociedad civil a través de la investigación jurídica aplicada, los premios y la acción social. Destaca su labor como experto legal en inversiones extranjeras en España, colaborando con los gobiernos de Estados Unidos, Japón, China, Australia, India. Ha escrito numerosos ensayos, siendo el más reciente Sobrevivir para contarla (Deusto, 2020). 

Luis Miguel González de la Garza es doctor en Derecho y profesor titular de Derecho Constitucional y Teoría del Estado de la UNED.  Jurista de reconocido prestigio especializado en el ámbito de los neuroderechos y las nuevas tecnologías de la sociedad de la información. Miembro de la Sociedad Norteamericana de Neuroética. 

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