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Nos empujan al abismo. No es crisis, es descomposición

En Bolivia ya no es necesario prender la mecha: el polvorín está encendido hace rato. Lo que vivimos hoy no es una simple crisis económica ni una coyuntura más. Es el preludio de una crisis política y social de dimensiones incalculables. El anuncio de la inhabilitación de Evo Morales y Andrónico Rodríguez para las elecciones del 2025 ha destapado una olla que hace tiempo venía hirviendo. Y lo que ahora se cuece en el fondo es mucho más que una pugna por candidaturas: es una lucha por el control del poder, por la narrativa, por el futuro mismo del país.

El Tribunal Supremo Electoral (TSE) ha puesto una piedra pesada sobre el tablero político al inhabilitar a Morales y Rodríguez, despertando acusaciones de racismo, exclusión y vulneración de derechos políticos. Desde el sector evista se ha levantado una bandera que apela al despojo del poder indígena campesino, con un discurso que es estratégico: busca movilizar la calle, ganar legitimidad social y poner en jaque al sistema electoral.

El escenario que se plantea no es menor. El MAS, partido que era de Morales, está fracturado, enfrentado entre el oficialismo que responde a Luis Arce y los evistas que aún consideran a Morales como su líder natural. Este cisma ha dejado sin norte ideológico al instrumento político y ha abierto la puerta a una confrontación interna que podría escalar rápidamente a las calles. Ya convocaron a movilizaciones escalonadas, cercos, paros, una presión social que busca revertir la decisión del TSE a toda costa.

Pero esta no es una historia de buenos y malos. Es una historia de cálculo, de estrategia, de maniobra. La inhabilitación podría formar parte de un escenario más grande: debilitar el proceso electoral, deslegitimarlo, forzar una suspensión o incluso provocar una ruptura institucional. Ya hay vocales del TSE que anunciaron su renuncia. Y si el órgano electoral queda descabezado, el proceso electoral también.

Imaginemos los escenarios posibles. Primero: que se intente aplazar las elecciones bajo el argumento de que no hay garantías. Sería abrir una puerta peligrosa, porque cualquier postergación puede convertirse en un callejón sin salida. Segundo: que la presión social escale al punto de exigir la renuncia de Luis Arce y de toda la cadena de sucesión, forzando una elección adelantada bajo nuevas reglas, nuevas autoridades en el Órgano Electoral, nuevo escenario, y, claro, nueva habilitación de Morales. Tercero: que el gobierno, ante el caos, declare estado de excepción amparado en el artículo 137 de la Constitución, restringiendo derechos y controlando la convulsión con el aparato estatal.

Cualquiera de estos caminos implica desestabilización, polarización y una fractura más honda de la que ya sufrimos. No hay garantía de que el país pueda salir indemne. El artículo 169 de la CPE establece que ante la vacancia presidencial, de la vicepresidencia, y del presidente de la Cámara de Senadores,  el titular de la Cámara de Diputados debe asumir la presidencia y convocar elecciones en un plazo de 90 días. Pero, en estas condiciones, eso sería poner a un país herido a correr una maratón con las piernas rotas.

Y es aquí donde se debe encender una alarma seria: cualquier camino de los que se perfilan nos conduce a una situación de altísima inestabilidad. La falta de acuerdos, la desconfianza total entre sectores, la manipulación de las normas, el deterioro institucional y el hartazgo de la población son el caldo de cultivo perfecto para lo impensable: que pasemos de la confrontación política a una confrontación física, abierta, masiva. Lo que hoy parece una amenaza simbólica podría derivar, si no se detiene a tiempo, en el peor de los escenarios: una guerra civil. Ya no hablamos de un simple conflicto político. Hablamos de un país fragmentado que podría terminar enfrentado a sí mismo.

La crisis económica ya está instalada: escasez de dólares, combustibles, subida de precios, incertidumbre financiera. Pero ahora se suma la crisis política. Y peor aún: el componente social, que está inflamado, con organizaciones que ya se sienten traicionadas, marginadas, usadas. El país no aguantará otro estallido como el de 2019. Pero pareciera que lo están buscando.

El problema no es solo Morales ni Arce. Es un sistema político que ha dejado de representar a la mayoría. Es una oposición sin discurso, sin propuestas, sin calle. Es un Estado que se ha vaciado de institucionalidad. Es un juego de tronos donde todos quieren el poder, pero nadie quiere el país.

Hoy el MAS ya no es uno. Y eso debilita todo. El oficialismo no tiene líder fuerte, y el evismo sólo tiene un discurso de retorno. Y mientras los caudillos se pelean por el botín electoral, la población hace fila para comprar gasolina, camina buscando azúcar, reza por no perder sus ahorros en un sistema bancario tambaleante.

La desinformación, la polarización y el oportunismo están haciendo mella. El relato de la «exclusión al indígena» es peligroso porque puede desatar la furia de quienes aún creen en esa narrativa. Y no se trata de negar la historia de discriminación estructural del país, sino de no permitir que se utilice como excusa para manipular procesos democráticos.

Lo que necesitamos no es un salvador. Es un sistema nuevo. Con reglas claras, con instituciones fuertes, con debates reales. Pero para eso se requiere voluntad, y lo único que sobra hoy es mezquindad.

El TSE no se anima a tomar decisiones valientes. El problema es que todas las instituciones del Estado no están a la altura. Que el gobierno está encerrado en su propio miedo. Que la oposición está sentada esperando que el caos le caiga como premio.

Nos están empujando al abismo. Lo saben. Lo provocan. Y lo peor: lo necesitan.

Porque en el desorden, los de siempre sacan provecho. Pero si no reaccionamos como país, si no exigimos institucionalidad, propuestas, seriedad, el abismo no será el final: será el nuevo comienzo del infierno.

Y no es exageración decir que, si no frenamos este camino, si no logramos una tregua nacional, una mínima dosis de responsabilidad de todos los actores, vamos rumbo a una tragedia. Y cuando eso pase, no habrá artículo de la Constitución que lo repare, ni tribunal que lo detenga, ni héroe que lo salve. Solo quedará el silencio del desastre.

Y entonces, sí, que nadie diga que no lo vimos venir.

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