Maurizio Bagatin
El Alto, Rimay Pampa, una Babel de pujante narrativa
“Ya es de noche cuando nuestro tren llega al Alto de La Paz. Todos estamos cansados por la lenta marcha del vehículo y la pampa árida que no da tregua al ojo durante muchas horas. De pronto, el tren en marcha todavía, alguien grita: “¡La Paz!” -Tibor Sekelj, Viaje fuera del tiempo –
Hace años atrás leí que Ramón Rocha Monroy había definido la literatura paceña como la literatura taparaco. Y Jaime Saenz era su profeta, Felipe Delgado el aparapita nocturno que, como la mariposa nocturna, es presagio de muerte. Pero El Alto es otra cosa. Escribir literatura en El Alto es cosa seria. Su increíble vitalidad hace que esta infinita ciudad esté recién por iniciar a ser narrada, a ser ella la narradora. A esta altitud solo el sorojchi que sufrirán los que llegan desde afuera, no permitirá que se la lea, desentrañe y transmita para disfrutarla de la mejor manera. El Alto nunca duerme, esto es cierto, cierra por algunos instantes sus pestañas, las hace descansar, como suelen decir algunos comerciantes de la feria 16 de julio, y retorna a sus interminables quehaceres. Desde su Ágora y su Macellum, desde esta su Rimay Pampa siempre presta a demostrar su vitalidad y que la poesía como la física -fuerza que logró que esta ciudad exista a más de cuatro mil metros sobre el nivel del mar- sean simplemente actos de creatividad. Y creatividad es también esta frenesí alteña hecha de Sitios, Objetos y Labores que aun buscan las palabras literarias que les correspondan.
La ficción puede realmente generar envidia. ¿Cómo no dejarse llevar por esta energía que acumula y comprime esta ciudad tan joven? Un Leviatán que no es bíblico, un Prometeo que no es mitológico, con un crecimiento que nunca se detiene, cuando la literatura es la que logra consignarnos la lectura de todas las imperfecciones. Es esta la literatura que nace de una escritura que, en las palabras de Oscar Coaquira Alí, “es una terapia que nos sana y enferma a la vez”. Las fiestas que reúnen después del conflicto, este mundo aymara que debemos reconocer para empezar a comprenderlo en esta su forma cíclica de entender la vida, en este Jiwasa que se sentirá participe cuando no se sienta traicionado. Ahí convive toda la lógica tetraléctica que implica lo cierto, lo falso, lo posiblemente cierto y lo posiblemente falso. “No somos pues el Olimpo ni una Acrópolis, somos el lugar y el escenario de los cambios propiciados por el trabajo y no por el discurso”, nos recuerda Luis Raimundo Quispe Flores.
Alicia no estuvo aquí, ella es aún una jovencita que intenta descifrar toda esta vivacidad, de donde saquen nervios y fibras los nuevos p’ajpakus, los lugares de la infancia que se han ido tan apresuradamente metamorfoseando, la Cooperativa de El Ceibo, la arquitectura que enloquece los Le Corbusier del viejo mundo, la agroecología desarrollada en carpas solares a esta altitud, las marraquetas que son casi el doble de tamaño de las que se venden en la zona sur de La Paz. Estas representaciones rompen con los lugares comunes que dejaremos a los envidiosos, el arte sirve para provocar e incomodar, por su fuerza y por su violencia, por su belleza y por su sinceridad. Con los khipus se siguen almacenando memorias, con los colores y los símbolos un mundo que sigue tejiendo su historia, que sigue aprovisionando al “gran chairo de nuestra cultura”, sentencia la socióloga Natalia Rocha Gonzales.
De todo esto y de mucho más El Alto tiene el tiempo y el espacio para narrarnos sus vidas, surcando aquel margen que tal vez está en la poesía aymara de Elvira Espejo, de Clemente Mamani y de Mauro Alwa y nos permita reconocer esta literatura en pleno movimiento que es la literatura de El Alto, Quya Reyna, Gustavo Calle, Daniel Averanga y otros más.