De: Alvaro Vasquez / Para Inmediaciones
La película Cinema Paradiso siempre figuró entre mis favoritas. No me referiré a su argumento porque estimo que la mayoría de quienes leen estas líneas también la vieron. Si así no fuera, no seré yo quien les prive del placer de verla sin mayores referencias.
Vi la película apenas estrenada mi veintena, así que fue casi natural sentir cierta empatía por el protagonista, no solo por su edad, sino por aquello del amor correspondido pero obligado a enfrentar ciertas adversidades (casi un lugar común a esa edad).
Aunque la película no tiene un final feliz en el sentido de “y fueron felices para siempre”, sí mantiene cierta “magia” (es un término que utilizan la mayoría de las reseñas de este film), muy bien secundada además por la espectacular música de Ennio Morricone. Al final de la película, los protagonistas parecen saldar sus cuentas con la vida, cerrando la historia con bastante solvencia.
Por todo ello, creo que Cinema Paradiso se convirtió en un referente para toda una generación. Hace algún tiempo, un post de facebook originó algunos comentarios sobre la banda sonora de la película, y en menor medida, sobre la película misma, lo cual me hizo desear verla nuevamente.
Comprado el DVD, y cómodamente instalado frente al televisor, la película mostraba algunas escenas que no recordaba, lo que atribuí solamente al paso de los años. Pero luego, la película se volvía OTRA película. Con escenas nuevas, y con nuevos giros del argumento ¡que lo cambiaban todo!
Luego, supe por Wikipedia que la película original era de 155 minutos, pero debido a su poco éxito comercial había sido reducida a 123 minutos (ésa fue la película que vi y recordé por años), y que el año 2002 se había lanzado un DVD con el montaje original del director (Giuseppe Tornatore) de 173 minutos; ésta era la versión que había visto en casa y que un día después aún me tenía shockeado.
En foros de internet sobre este tema, la mayoría de las opiniones consideran un error haber ofrecido al público la versión extendida, aunque unos pocos la defienden. Mi escaso conocimiento sobre el séptimo arte me inhibe de emitir criterio al respecto, además de que ya tengo suficiente con mis propios problemas sobre esta versión extendida.
Y es que esos 50 minutos adicionales se parecen más de lo deseable a lo que fue mi vida entre los años que separan el momento en que vi la película en el cine –hace más de un cuarto de siglo– con la que vi hace unas semanas.
Nombres que no significaban nada para mí hace años, y que luego fueron tan importantes en mi vida, golpean mi memoria de la mano de las escenas de la nueva versión. Situaciones apenas experimentadas hace más de dos décadas, hoy me resultan ya familiares, desencantos seguramente insufribles en la veintena, hoy me resultan casi una ingenuidad (y darme cuenta de ello me entristece, en serio, me apena haber perdido esa cándida capacidad de sufrir). Y me asusta un poco pensar que el buen señor Tornatore hubiese podido (décadas atrás) espiar por alguna inverosímil rendija temporal veinte años de mi vida, y haber tomado notas sobre ella. Como eso es imposible, deduzco que todos nosotros (y nuestras vidas, problemas, ilusiones y desencantos) somos más parecidos de lo que nos gustaría aceptar, y esa vida cambiante, quizá desconcertante y tantas veces injusta es la que el talento de Tornatore supo retratar, tanto en sus años más apasionados e inocentes (en la película original recortada), como en esos otros años de resignado escepticismo y forzada madurez (en la versión conocida por el público años después).
Tantos sentimientos opacados hasta hacerse hoy irreconocibles, algún nombre pronunciado entonces entre suspiros y hoy prácticamente olvidado, amores y certezas que parecía que iban a marcar mi vida y hoy son apenas cicatrices desaparecidas de la piel y de la memoria, vivencias entonces tan intensas y que ahora parecen no solamente pasadas, sino ajenas, me susurran al oído que el tiempo se parece al sacerdote censor de la película, armado con una campanilla impertinente y sin la menor consideración por los sentimientos ajenos, que se ven cercenados sin piedad por un cruel par de tijeras.
Aunque muchas personas manifiestan que hubieran preferido no ver jamás la versión extendida, discrepo con ellas, aunque también la nueva película me deparó alguna decepción (entre ellas, el saber que el tema final de la película no fue compuesto por Ennio Morricone, sino por su hijo Andrea).
Discrepo quizá por las coincidencias que encontré entre mi propia vida y los 50 minutos omitidos en la película de mi juventud, tan crudamente mostrados ahora. Y quizá porque es bueno confirmar en una pantalla que el Totó ya canoso aún es capaz de sentir y de emocionarse, quizás también de amar, soñar… vivir.
Acaso antes del final, el destino nos regale –con una maravillosa música de fondo– la posibilidad de sentir y de revivir todos esos momentos que a lo largo de la vida nos fueron escondidos, negados, prohibidos, robados. Tan solo esa esperanza justifica los nuevos 50 minutos de Cinema Paradiso.