La intervención de cierre del agente de Chile en La Haya, Claudio Grossman, fue decidora. Un día antes el canciller Roberto Ampuero salió a la carrera de una conferencia de prensa, como un excéntrico jogger de terno. La pregunta de si Chile cumpliría el fallo, fuera el que fuera, fue una papa caliente incitándolo a rajar. Mientras, el agente chileno navegaba más suelto que su Canciller, incluso por su rictus de maligna ironía.
En su alegato, Grossman formuló, diestro, lo que su afable jefe no pudo en sus nerviosas vueltas con los periodistas. Claro que, con su fuga de la prensa, Ampuero igual confirmó que Chile acaricia la idea de patear el tablero si en la sentencia hubiera jaque mate boliviano.
Pero Grossman, más alambicado y en línea con el proclamado apego de Chile al Derecho Internacional, sugirió sibilinamente que como la Corte debe fallar en derecho, Chile cumplirá un fallo ajustado a la ley. Así, el agente insinuó en la cara de la Corte que Chile no cumplirá la sentencia si, convenientemente, estima que transgrede la ley. Sin torcer la argumentación -más formalista- de Chile, Grossman armó finamente una justificación, abriendo el paraguas como apto meteorólogo. O quizá fue un paracaídas, no vi bien.
Grossman también exhibió la panoplia política y emotiva chilena. Por ejemplo, cuando acusó a Bolivia de una ofensa personal, nacional y profesional (el gremio diplomático es muy susceptible). O cuando no correspondió el agradecimiento de cortesía que el agente boliviano extendió a la delegación chilena. Grossman sabe bien la hostilidad de no reciprocar una atención. Fue también un guiño a los críticos en Santiago del prurito legalista chileno -desinteresado de la dimensión política, comunicacional y emotiva-.
Pero el paraguas de Grossman sigue aún la monserga de que la demanda boliviana es política. En este terreno, más allá de las disquisiciones legales, ha de ser difícil convencer a alguien de que toda diferencia entre Chile y Bolivia fue zanjada en 1904. La conducta internacional del Estado chileno revela algo diferente por sus múltiples acercamientos a Bolivia para tratar un acceso al mar. Al menos denota que Chile ha admitido recurrentemente la precariedad política de su frontera norte, atada por dos Tratados, de 1904 y de 1929, con sus inconformes vecinos.
En el examen jurídico tal vez las repetidas negociaciones con Bolivia se vean como errores, pero en el geopolítico evidencian un orden en progresivo y lento deterioro. El paracaídas de Grossman sirve para una derrota en el litigio; otra cosa es cuánto aguantaría como estrategia chilena.
Hasta en los juicios de mínima cuantía se cuelan las emociones y la inquina. La tensión de Perú, Bolivia y Chile ya ha producido dos litigios, como formas admisibles en la comunidad internacional. Su existencia -y a veces su tono- debería indicar la necesidad de un nuevo arreglo. Los juicios son un síntoma nomás.
Hans Morgenthau, el profesor de Kissinger, advertía con una metáfora telúrica que la agitación que está en la base de las relaciones entre Estados fluye a las capas que se le sobreponen. La tensión propiamente política puede así tomar formas legales, a falta de otras vías de desahogo. Las disputas jurídicas expresan subrogadamente esa tensión de base, fuera del mejor o peor desempeño de los litigantes.
En ese marco, la insinuación de Grossman de incumplir el fallo puede incluso ser insuficiente para estimular a los jueces de La Haya a alinearse con Chile. Un juez internacional, preocupado por los conflictos que prevengan o generen sus fallos, también registrará lo que dice, respecto al equilibrio de esta región, esa historia de negociaciones fallidas en más de una centuria.
Vivimos en una falla geopolítico-sísmica que ningún actor debería pasar por alto. Ni siquiera un abogado como el agente chileno Grossman. Sus cualidades de rival no han pasado inadvertidas, pero a lo mejor Chile requiera menos del estilete, la retórica y la sonrisa irónica de sus diplomáticos, y más de su perspectiva histórica.
Gonzalo Mendieta Romero es abogado.