Claudio Ferrufino-Coqueugniot
El brazo ametrallado de Blaise Cendrars corcovea. Sobre el de Stonewall Jackson ha crecido el valle del Shenandoah. San Sebastián está pleno de estrellas de neón. Cerca de un puente que desconozco, Julia y Pablo me hablan de la embriaguez. Ron corre por mi garganta, le abro un tajo y se derrama como cascada encima de mi pecho. Ron negro del Esequibo, rojo cretácico de pronto, con fantásticos moluscos y fósiles encandilados entre piedras por millones de años. Luego tuerzo un alfiler con fuego de encendedor, le adjunto tenaz línea de pesca y procedo a cerrar la herida frente al espejo. Igual a un camionero con ceja partida haciéndolo a luz de fuego en el invierno de Curahuara de Carangas. Luego a escupir alcohol en el corte y a dormir que mañana atravesamos el Barro Negro.
Observo los inmensos eucaliptos de rara especie, con largo tronco pelado y una especie de moño, en la rinconada de Candelaria. Vi árboles rojos y busqué la tumba de Vlaminck en el lago. Se lo habrán comido los peces, de ahí que las truchas de la región llevan motas carmesíes en el lomo. Tengo sueño, ni sé cuál de mis mujeres vendrá a endulzar. Espero, dejo de escribir para oír mejor sus pasos, escalón tras escalón, como dice aquel corrido de la cárcel. Le pido que deje sus ropas en el ascensor, que juguemos a Venus. Lentamente me acuesto sobre ella. Sé que no existió. La puerta sigue abierta y entra aire con mosquitos. Pateo la vacía botella de pendencia, los perros ladran. The Velvet Underground: I’m Waiting for the Man. El león persa encima de mi escritorio bosteza, ha perdido un colmillo.
Escribe Julia Roig: “Y tus manos, Corea, ese abanico de carne que me desquicia. Venenosa Corea, acércate más. Pequeña ladrona, que cual Genet trapichea mi entrepierna y lo que resta de mi alma”.
En medio del campo observo una enredadera demasiado verde. Me aproximo. Plástico, toda de plástico envuelta en troncos. Pasa un águila blanca en cielo y quién puso esto y por qué. Desciende el ave y remonta con culebra en pico. Ha atrapado al señor Luzbel y lo hará bolo alimenticio. Bien y mal son platos servidos a la intemperie; devoro serpientes crudas en mi cueva de diamantes, negras mocasinas de agua, romboides lomos de áspid de desierto. Te regalo sus cascabeles que cerceno con dientes. Entonces sonríes, mitad de tu cuerpo se halla anegado y dices ven, que venga y me guías por el estruendo del arroyo infinito. Esta vez te clavo las uñas, no huirás igual a un sueño, no lo permitiré, de narcosis harto, muerto de hambre y en prueba de amor te paso boca a boca el resto de sierpe que me queda, con tono de peri peri para darle sabor. Al fin te pregunto tu nombre, lo anoto en un papel usado como si fuera miembro del servicio secreto cubano comunista y cuando me das la espalda lo arrojo al líquido, en memoria de Vlaminck, me digo, para hacerme de un pretexto que me permita prepararme y volar muy alto, que águila soy, casi de color albo, y entre ramas reflexiono acerca de alimentarme con liebre o alacrán.
“Eres el incendio de todos los hogares, y en tu vientre aúllan niños calcinados con nombres que yo aprendo a bautizar despacio”. Pablo Cerezal en Diario de Corea. De ahí me presto el nombre. Preparaban los coreanos en los mercados de Gallaudet deliciosas mollejas de pollo. El mismo día en que los gringos invadían Panamá y el fantoche lloraba. Mis compañeros negros festejan, apenas había comenzado y ya ganaron la guerra, como si importara en este inmenso reducido mundo de excremento. Piñas podridas, sandías que huelen a muertos, muchachas con bocas en forma de mangueras, a dólar cobran el blow job. Suavizo el jalapeño a golpe de machete. Me lo presté de un veterano del conflicto en El Salvador. Si cortaba cabezas bien servirá para guillotinar chiles. Añado los pedazos a una hamburguesa de Hardee’s. Trataré de terminar el día y entrar subrepticiamente al sótano de casa. Me molesto por el dueño preguntón, ni él ni su sirviente togolés se dan cuenta de que llegué.
En tu orgasmo, Chris MacDonald, pensé que fallecías, amor occiso. Al querer probar si estaba o no en lo cierto amenazaste con llamar a la policía. Vinieron y agresivo les advertí, y desnudo, que ya subía a mi apartamento y que se quedaran con ella. Me siguieron, abrí la puerta y me senté a escribir mis Virginianos en la Smith Corona recién comprada. Imaginé, Chris, te imaginé, bella como Gabriele Münter, vaya yerro. Ordené comida china barata y me enfrasqué en el ajo.
Sesenta y cinco kilómetros he andado hoy multiplicados por dos. Caminé cinco y planeé el resto desde la cumbre al valle. Casi me detengo a por chicharrón pero lloviznaba, se despintaban mis alas, vestíame de ropas de mendigo, sólidas de mugre inmemorial, de haber envuelto mi cuerpo tanto en Alexandria como en Le Port-Marly, posible mortaja más traje de boda. “Hoy, Corea ha salido de la cama con maneras de rubia”, dice Cerezal. Me has recordado, amigo Pablo, la rubia secretaria de Cyrus Vance. Con la excepción que ella no salió, apenas se fueron los policías abrí con ganzúa al vestíbulo.
Primero maté a su gato, luego al Cristo de la lamentación y al fin iba a hacerlo con ella pero descansaba plácida, orgásmica, soñando que el Estado la protegía de malhechores cachondos. Le subí la sábana hasta que le cubriera el cuello, miré con cuidado cómo latían sus venas allí y casi muerdo dogo vampiro. No, soy delicado y apagué la luz, apenas hice girar la ganzúa en sentido opuesto, no fuera que despertara. No tenía flores para dejarle, salí disparado al cementerio justo en la esquina de Clarendon y robé una tumba, hasta la foto difunta arrebaté al silencio para hacer observaciones tardías acerca del rostro humano. Le dejé el manojo en la puerta; con sangre, estilo Pascin o Esenin, anoté un I love you en el piso y continué a mi ajado lecho donde cubrí mis heridas con la almohada. Mañana sería otro día, mañana la eliminaría. Creía que te llamabas Chris y pudiste ser Corea. Me engañaste con un poeta mayor y no he de perdonarlo. Pero al escribir él sobre ti se ha roto el encanto y buscaré otro dolor en los bares donde tocan llorosas canciones de Roy Orbison.
Imagen: Gabriele Münter, Maschkera, 1940