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“El Alto de pie, nunca de rodillas”: Homenaje (crítico) a una urbe

Estoy convencido de que no existe mejor homenaje que una bienintencionada y sana crítica. Por ejemplo, cuando se quiere homenajear a un escritor, prócer o artista, es más provechoso hacerlo diseccionándolo, estudiándolo, analizándolo en profundidad, y mencionando, por consecuencia, a la par que sus virtudes, sus incoherencias y traspiés. Lo contrario es la mojigatería: repetir lo ya sabido, plegarse al coro de quienes solo alaban y repiten convencionalismos por demás conocidos. Esto último es lo que hacen, por ejemplo, los empresarios que tienen cierta resonancia pública o, más todavía, los políticos, pues de otra manera no captarían la simpatía del electorado. Sin embargo, aquello es lo último que debería hacer el pensador crítico o el escritor, “francotirador solitario y marginal” (Octavio Paz), cuya meta en la sociedad debe ser remar contra la corriente, señalar la paja en el ojo ajeno, poner los puntos sobre las íes y decir las cosas como (cree que) son, sin escamotear conceptos ni maquillar realidades.

Hace un par de días hice un pequeño ejercicio psicológico o social en las aulas de la universidad, preguntando a los estudiantes cuáles eran sus opiniones sobre la ciudad de El Alto. Les dije, por supuesto, que podían responder con total honestidad y libertad y que, al menos en una universidad, nunca debería haber censura ante las opiniones poco convencionales, siempre y cuando se las exprese con tolerancia y argumentos. Solo se animaron a hablar unos cinco jóvenes, pero todos dijeron prácticamente lo mismo: que El Alto no les generaba confianza, que era una ciudad carente de árboles y que lo mejor que podría hacer sería dejar de lado el chovinismo y unirse, en una convivencia fraternal, con el despliegue metropolitano de La Paz, su ciudad aledaña. Ahora bien, estas opiniones pueden ser juicios harto subjetivos y prejuiciosos y, por tanto, errados. Pero lo que nos pareció más interesante del ejercicio fue darnos cuenta de que hay una distancia grande entre lo que la gente generalmente piensa en sus fueros íntimos sobre determinadas realidades o cosas, por un lado, y lo que expresa públicamente sobre esas realidades o cosas, por el otro.

Temo que lo mismo sucede en torno a otros fenómenos, como, por ejemplo, el 8 de marzo. En el Día Internacional de la Mujer, legiones de personas, tanto famosas como anónimas, colman sus redes sociales de adhesiones y protestas por la histórica marginación de la mujer en la vida, pero sospecho que son realmente pocas las que están enteradas de lo que se recuerda ese día y por qué, de lo que es el feminismo desde la teoría o la historia, de lo que constituye la igualdad de los seres humanos en función no solo de los sexos, sino también de las etnias o las clases. Peor aún: temo que muchos de los que se rasgan las vestiduras son machistas o violentos dentro de los muros de sus casas. Y temo que muchas de estas personas inconsecuentes entre lo que predican y lo que hacen, son figuras públicas y políticos. Pero volvamos al asunto principal de este artículo: El Alto.

Quiero homenajear a El Alto, mas no repitiendo adjetivos desgastados que quizá no describen a cabalidad esta notable urbe: diciendo, verbigracia, que es un “pueblo” (palabra ya de por sí vaga e imprecisa que, por lo tanto, genera adhesión instintiva) “valeroso”, “democrático”, “plural” u “honesto”. Estas expresiones son humo; dicen mucho, pero, por decir mucho, dicen poco. Están bien para los políticos, pero no para los pensadores.

Y es que, al lado de maravillosos fenómenos alteños —como la Feria 16 de Julio o el mestizaje cultural representado en los cholets, creaciones que conjugan la arquitectura o los motivos occidentales con lo autóctono o nativo—, hay ciertas características que hay que mejorar, como la aridez de la metrópoli, la cual podría atenuarse con relativa facilidad plantando arbustos o árboles (el eucalipto, la kewiña o el pino crecen en altura y no requieren demasiado cuidado). Habría que combatir la criminalidad, para que el forastero se sienta menos inseguro, e implementar campañas de concienciación sobre la importancia de colocar la basura en su lugar, para que los alteños disfruten de lugares de esparcimiento más limpios. Habría que promover una mejor fiscalización a las autoridades, ya que varias de estas, como los concejales o la misma alcaldesa, al parecer viven la dolce vita a costa de los contribuyentes.

¡Jallalla El Alto!

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