Homero Carvalho Oliva
“Mientras pensaba que estaba aprendiendo a vivir, he aprendido cómo morir.”
Leonardo da Vinci
Desde el año pasado varios periodistas me han preguntado si tengo miedo a morir, temor a que me maten al salir de mi casa o mientras leo en alguno de los cafés que frecuento para conversar conmigo mismo; en esta semana, por ejemplo, dos bellas periodistas lo hicieron: Linda Gonzales, de Radio El Deber, y Milena Fernández, de Brújula. El motivo de esta genuina y sincera preocupación, tiene su origen en dos novelas que he publicado, en un lapso de pocos meses de diferencia, pero que son el resultado de muchos años de trabajo, de escribir, investigar, corregir, reescribir. Veamos las causas de las sospechas:
El año pasado mi novela El nombre elegido ganó el Premio Jesús Lara 2023, en esta obra me transmuté en narrador/autor/escritor, rompiendo los sellos de la memoria íntima y recurrí a meticulosas investigaciones sobre el tema del narcotráfico en la década de los ochenta, que aportaron a mi visión sobre este sórdido mundo que creemos conocer, pero que en realidad pocos conocen desde su interior. Escribí esta novela incluyendo los verdaderos nombres de los narcotraficantes, algunos conocidos, otros olvidados y muchos ignorados, porque se lo debía al país y a mi generación y porque creo que este uno de los grandes problemas de Bolivia.
La segunda novela, es la historia de la “Red de corrupción y extorsión”, que actuó desde los entresijos del poder entre los años 2010 y 2012, que estuvo integrada por autoridades del ministerio de la presidencia, de gobierno, policía, fiscalía y jueces, que, fue descubierta por agentes del FBI, que llegaron a Bolivia, de manera clandestina, para investigar el caso de un ciudadano norteamericano y se encontraron con una telaraña de descomposición social. En esta obra, según Gaby Vallejo, nuestra gran escritora, que escribió una reseña, poco antes de morir: “la cantidad de sucesos y denuncias de los casos de corrupción conocidos en el país y en otros países, lleva a la certeza de decir que no estamos frente una novela, sino frente a la historia silenciada y escondida de Bolivia, quemante, estremecedora, dolorosa”. Mientras escribía esa novela recibí un par de amenazas, en fin, nada nuevo bajo el sol…
En ambas novelas, pretendo que el lector, a medida que recorre las páginas, vaya reconociendo a los personajes y se sienta obligado a asumir una posición sobre estos temas, pendientes en la literatura y la sociedad boliviana.
Mi respuesta a las interrogantes de los periodistas siempre fue que no le temo a la muerte, porque, en realidad, soy un sobreviviente que debió morir a los pocos días de nacido y, terco como soy, me negué a hacerlo; luego, la vida misma no me permitió entregar el alma y me trajo de vuelta para que, a contramuerte, asumiera que había nacido para escribir; en las entrevistas respondo que ya he vivido lo suficiente para amar y ser amado; que he escrito los libros que imaginé desde joven; que he ganado muchos premios, incluso más de lo que merezco; que he recorrido muchos mundos y todos están en este (como lo descubrió el poeta francés Paul Éluard); que tengo lectores que buscan mis libros para disfrutarlos, así como un par de enemigos que me leen para sufrir y que gracias a ellos he alcanzado el mayor de los premios que un escritor puede tener: “un odiador privado” (el término lo acuñó Javier Marías, escritor español), los pobrecitos no pueden dejar de leerme porque necesitan alimentar su envidia y su miseria humana.
El año del Señor de 1979 pude ver, maravillado, la película 2001 Odisea en el espacio, de Stanley Kubrick, debo reconocer que pensé que jamás llegaría al año 2001, me parecía muy lejano y aquí estoy, a un año de celebrar el Bicentenario de Bolivia, el 2025 del siglo XXI; estas dos décadas, del tercer milenio, fueron tiempo adicional para mí, que he vuelto del más allá un par de veces, y entiendo que, por la vejez, ya estoy en el funesto inventario aguardando la baja definitiva. Ahora puedo afirmar con André Malraux: “La muerte sólo tiene importancia en la medida en que nos hace reflexionar sobre el valor de la vida”.
Además, les voy a revelar algo que nunca antes había contado: cuando mi padre, Antonio, conoció a Carmen, la amada, en el año 1988, del siglo pasado, la abrazó con tanta ternura que estuvo a punto de llorar y, mirándola de frente, le confesó: “Ahora puedo morirme tranquilo, mi hijo encontró la mujer que lo amará por siempre y lo ayudará a ser él mismo”, mi padre murió un año después, en1989.
Las novelas que escribí son un riesgo que decidimos enfrentar con mi familia, porque alguien tenía que escribir de esos temas, de los que hablamos todos los días, pero no los enfrentamos como sociedad, como nación; sin embargo, sé que Bolivia no es México ni Colombia, porque si lo fuera ya estaría muerto y, si acaso sucede, cuando mis puertas estén abiertas a mi río interior mostrándome el camino de regreso a mi hogar acuático, quiero que me despachen al galope, morir de muerte, como la Rosita Alvírez, “que el día que la mataron estaba de suerte: de tres tiros que le dieron nomás uno era de muerte”.
Muerte es solo una palabra, como vida, soledad, amor, guerra, palabras a las que nosotros le dotamos de significado cada día y, como lo reveló la poeta Blanca Varela, muerte se escribe sola. Mientras tanto seguiré viviendo para morir alguna tarde, lejos de París y sin aguacero; seguiré escribiendo, como si no tuviera otra cosa qué hacer.