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La «purga» de fin de año

En los últimos días del año viejo, suelo limpiar mi computadora y tirar cosas escritas a medias y/o listas para publicar; algunas notas sin corregir también se van al basurero; en fin, hay de todo desde política pasando por la coyuntura hasta textos sin nombre, simples ensayos de algo que nunca fue lo que en ese momento se pensó.

Además, en estos días van a la fogata unos cuadernos y libretas de apuntes, que supuestamente ya no me sirven, aunque esos apuntes fueron el original de mi libro VIAJR NO ES MORIRI UN POCO publicado por 3600 de Bolivia.

De estos viejos archivos recuperé una loa a la cueca y se las regalo antes de tirarla a la basura.

Carlos Decker-Molina

No hay primera sin segunda

Le decían la clueca porque imitaba a la gallina que era perseguida por el gallo pintón que, moviendo un pañuelo, la quería para sí. La última vez que flameó mi pañuelo fue en Cochabamba, a mi frente estaba María con el donaire de madre que no siendo mía es lo mismo. José, todavía vivo, jaleaba luego de la quimba y yo zapateando me acercaba y huía con la vergüenza del hijo vuelto de valses, boleros, rockandrolls y beethovenes.
“Que lejos estoy, que lejos estoy/ De mí ansiedad/ Mi rio, mi sol, mi cielo/ Llorando estarán”.
Hay dos narrativas imborrables, la que entra por el paladar (la salteña) y la otra por el oído (la cueca), ese conjunto de sabores y melodías transmitidos por generaciones se suelen ocultar en alguna célula cerebral del que se va a otros lares. Y, salta el día menos pensado y se vuelve deseo.
Un día recibí un regalo en Nueva York, un compacto con temas de Rufino Almeida conocido como Bau, se trataba de música de Cabo Verde. Hay un tema que se llama como él, es decir Bau, cuando escuché, saltó aquella célula del recuerdo, lo que corrobora la africanía de la cueca, pero, tiene también el componente hispano, ¿acaso será la jota aragonesa?, pero hay uno elemento más que no tiene identidad definida, para unos es limeña para otros, “la chilena”, la hermana mayor, para mí que no soy investigador tiene desde 1698 el componente clandestino, pues, el cura Labat la vio bailar en Santa Domingo en lugares oscuros (¿pecaminosos?).
Alguna noche con luna llena, mirando el infinito orureño, esperando la caricia del sol, el viento altiplánico traía las notas de un charango destemplado y voces ebrias que coreaban:
“Adiós Oruro del alma/bella ciudad de mis penas/Ya no volveré a tus calles/Ni pisaré tus arenas”
Y, allí me iba, persiguiendo a la melodía, en busca del rostro asado y de más cuecas, que peleaban con la samba argentina el señorío de la antigua gesta del amor.
Hay dos motivos para que salga la cueca en forma de crónica y es que leí el libro “Cueca Boliviana” de Felix Sangüeza Oros y me llegó el compacto de Willy Claure “Cuecas para no bailar”. La coincidencia no pudo ser mejor.
“Yo no logro explicar/con qué cadena me atas,/con qué hierbas me cautivas,/dulce tierra boliviana”
El libro de Sangüeza Oros es una muy buena presentación de la cueca, incluye un buen análisis y una prólogo de mi viejo amigo Vicente González Aramayo que afirma que la cueca no es sólo para una temporada, “la cueca es permanente”, el opúsculo de Sangüeza activó aquella célula y el recuerdo produjo la imagen del bachiller que cantaba oculto tras un molle a la tierna colegiala interna en una casona cochabambina con todavía aires coloniales:
“Ay que triste es el amarte/ Ay que triste es el quererte/ Te amaré con ansias locas/ hasta la hora de mi muerte”.
Pero, el domingo a las cinco en punto de la tarde invadía mi feriado la 5ta Quinta de Beethoven, porque la cueca es morena, analfabeta y a veces casquivana y más mortal que Johannes Brahms. Más tarde invadió mi imaginario el “Bésame, bésame mucho como si fuera esta noche la última vez” y todavía más tarde sonaba el Yesterday como himno de la juventud, sin embargo de cuando en cuando, emergía con vida propia el elemento inmortal de una cierta bolivianidad, no importaba si en Chile, Argentina, Francia o Suecia o a veces en al algún campo de refugiados de Kosovo.
“Otro amor encontré/soy feliz con ese amor;/lo nuestro terminó/ es mejor olvídame”
Hoy, en mi cabeza siguen sonando La Danza Húngara como la Huérfana Virginia con la misma intensidad que Madreselva, el tango preferido de Silvia, mi madre, o el Yesterday que tanto le gustaba a ella. Y, mis ojos se humedecen cuando en medio del paisaje invernal azotado por el viento norte escucho cantar Öppna landskap; digo sin rubores que es la visa sueca que la escucho como si fuera la cueca de mi otro paisaje.
Es que estamos hechos de gredas diferentes y la música tiene un lugar como el sabor. Música y sabores son la prolongación de la ausencia que se hace presencia. Es el retorno del ayer cuándo éramos lo que ya no somos.
Cantando una cueca y degustando una salteña “contemplo en tu infinito/ mis montañas recortadas”
Y… se va la segundita:
Cuecas para no bailar de Willy Claure es una joya que no debe faltar en la casa de un melómano, porque
“desde que me vi en tus ojos/voy de desvelo en desvelo,/con la ilusión de que un día quieras llevarme a tu cielo”
Y… aún escucho el jalear de José, mi padre. Y una niña me despierta del arrobamiento y me pregunta en sueco: Abuelo ¿por qué bailas con un pañuelo en la mano?

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