Su novela ‘Foe’ puede leerse como un estudio de la genealogía de nuestra cultura donde se especula sobre la civilización, la escritura y la creación artística.
Rafael Narbona
Mezclar literatura y vida nunca es fácil. Si conviven en un mismo texto, pueden estorbarse o desfigurarse mutuamente. Sin embargo, si logran concertarse pueden revelarnos el estrato más profundo de nuestra cultura. Coetzee consuma esa hazaña en Foe, una novela publicada en 1983. Foe no es un simple palimpsesto que recrea la historia de Robinson Crusoe desde la perspectiva de una mujer. No se trata de literatura sobre la literatura, sino de una triple indagación, donde se especula sobre la civilización, la escritura y la creación artística.
Cuando Susan Barton es abandonada por una tripulación amotinada, su bote llega por azar a la isla de Crusoe. Acompañado de Viernes, el hombre que allí se encuentra no es un colonizador, sino un náufrago que sobrevive apáticamente, conformándose con construir inútiles terrazas, donde sembrar unas semillas inexistentes. No es esa mente cartesiana que recrea Tournier en Viernes o los limbos del Pacífico, sino un sujeto pasivo y desprovisto de ingenio. La presencia de una mujer apenas despertará su apetito sexual. Solo unos instantes de intimidad tras quince años de abstinencia.
Rescatados por un barco inglés, Crusoe muere durante el trayecto de regreso. Susan se hará cargo de Viernes y buscará a Foe para que novele su estancia en la isla. Sin embargo, su propósito es enormemente contradictorio, pues no ignora que su historia carece de interés y relevancia. Lo que les sucedió apenas serviría para componer una crónica del tedio. De hecho, siempre consideró que su rescate defraudaría al mundo, pues lo que allí vivieron nunca podría alimentar la epopeya del espíritu humano, que civiliza el desorden natural mediante la ciencia y la tecnología. Sin embargo, la isla no fue hostil, aunque tampoco se convirtió en esa gran Madre de los mitos telúricos. La isla era pobre en vegetación y recursos, pero siempre les abasteció de lo necesario para sobrevivir sin mucho esfuerzo.
La locuacidad de Susan contrasta con el silencio de Viernes, al que, según el incierto testimonio de Crusoe, le arrancaron la lengua unos traficantes de esclavos. Su necesidad de contar su historia, de objetivarla en la escritura de Foe, responde a su deseo de ser algo más que un testigo de lo ajeno, “un ser sin entidad propia, un fantasma al lado de un Crusoe de carne y hueso”. Necesita tener una identidad y solo puede adquirirla mediante un texto que, lejos de referir su historia, eludirá su presencia, condenándola al olvido.
Foe es un artífice de ficciones, un demiurgo que infunde vida, pero ¿cómo operar este milagro, cuando no hay una historia digna de contarse? Crusoe solo construyó un mueble: una cama. Nunca fantaseó con una mesa sobre la que inclinarse para escribir un diario, cuyas páginas preservaran sus vivencias. Sus años en la isla fueron como un prolongado sueño sin imágenes. El silencio de Viernes le salvó de establecer una relación compleja con un ser humano, cuya conversación sólo habría evidenciado la futilidad de su rutina.
Lo que sucedió a los personajes de ‘Foe’, una revisión de ‘Robinson Crusoe’, apenas serviría para componer una crónica del tedio
No hay nada que contar, pero Susan no cesa en su empeño de urdir una historia, aunque sea de forma vicaria, depositando en otro la responsabilidad de tejer una trama. Sin expresión, sin una escritura que narra y evoca, lo humano se hunde en la indiferencia de las bestias, cuya conciencia apenas advierte las posibilidades de un tiempo percibido no ya como sucesión, sino como un proyecto que impregna de sentido la experiencia. Viernes es un idiota que bailotea con la toga y las pelucas de Foe. Es un bailarín sujeto a impulsos ciegos, irracionales. Sus actos parecen exentos de sentido. Sin embargo, pueden suscitar una historia. Son materia narrativa, mientras que la apatía de Crusoe apenas puede abastecer un testimonio forense.
No obstante, hay algo común. Ambos carecen de deseo y el deseo es lo que articula la acción, transformando el trabajo del cuerpo en relato. Sin deseo, no solo muere la ficción; también desaparece el otro, pues el deseo es un proyecto que presupone la alteridad, la existencia de algo externo a la propia subjetividad. De hecho, Viernes y Crusoe no vivieron como semejantes, pero tampoco como extraños. Su relación apenas difirió de la atonía en que se mecen las cosas, incapaces de trenzar una red que trascienda su ensimismamiento.
Vivir para recordar. Sin ese propósito, es inconcebible el acto de la escritura. Pero no solo recordar. También hablar, escuchar, interpelar. El silencio de Viernes no es el silencio de un mutilado, sino el de un hombre que no comprende el lenguaje del otro. La causa de esta incomprensión no es su idiotez, sino la naturaleza del idioma del hombre blanco.
Este sólo utiliza las palabras para imponer su dominio. A pesar de la benevolencia de Crusoe y Sara, Viernes no es más que un esclavo y no se espera de él la condición de interlocutor. Su danza, acompañada de los sonidos de una flauta mal tañida, es una forma de liberación. ¿Pueden las palabras expresar lo inexpresable, la imposibilidad de entendimiento entre dos lenguajes que han urdido mundos esencialmente diferentes, pero que se refieren al mismo objeto? Frege ya nos enseñó que el sentido y la referencia no coinciden necesariamente. ¿Podría esa otra forma de lenguaje que es la escritura disolver esta confusión?
El silencio de Viernes no es el silencio de un mutilado, sino el de un hombre que no comprende el lenguaje del otro
Susan sostiene que lo real no puede encerrarse entre las tapas de un libro. El mundo es más vasto que la literatura, pero cuando se vive lo real de espaldas a la forma que lo recrea, la existencia se vuelve abyecta. “Es vivir como si uno fuera una cosa”. Susan se rebela contra su transmutación en literatura, pero sabe que si la ficción no reconstruye su peripecia, jamás disfrutará de una identidad. Es difícil no pensar en Hannah Arendt, cuando afirma que Ulises no accede a la condición de ser real hasta que su viaje se convierte en relato, ordenando la confusión de sus vivencias en una secuencia organizada.
Cuando Susan se pregunta “¿quién soy yo?”, no ignora que solo podrá encontrar la respuesta en la literatura. Se dice que Dios creó las cosas mediante el Verbo, pero acaso fue un error identificar el Verbo con la palabra hablada. No es improbable que el relato bíblico se refiriera a la escritura y que ésta no haya finalizado aún su despliegue. “¿No podría ser que Dios escribiera incesantemente el mundo, el mundo y todo lo que este contiene?” Escribir es una forma de recrearnos a nosotros mismos, preservando esa fuerza que va encadenando las cosas. Sin la escritura, el mundo se desvanecería. Dejaría de ser, como una llama que consume su pabilo. La expresión de los hechos no es suficiente. El mundo es algo más que acontecimientos verificables.
Es necesario hallar una forma para lo inefable, para lo que se resiste a perder su misterio y objetivarse. Solo entonces habremos llegado al “corazón de la historia”. En el caso de los tres náufragos, esa imagen se corresponde con el gesto de Viernes, arrojando pétalos sobre el buque hundido en la bahía. Ese rito también es escritura, una escritura tan indescifrable como la de ese Dios que no cesa de crearnos mediante un texto, donde apenas somos una letra de un alfabeto inabarcable.
Cuando Susan descubre que Viernes dibuja sobre una pizarra hileras de ojos andantes, advierte que su silencio es el silencio de un lenguaje que no utiliza signos, sino formas vivas, cuerpos que se dicen con su nuda presencia. Viernes no es un salvaje, sino un redentor que ofrece al hombre blanco la restitución de un mundo donde la escritura ha perdido su condición de herramienta para recuperar su pureza original. Sus pétalos son semillas que dispensan vida.
Foe es una novela, pero puede leerse como un estudio de la genealogía de nuestra cultura. Corrobora el diagnóstico de Adorno y Horkheimer en Dialéctica de la Ilustración. El progreso tecnológico ha escindido al ser humano de la naturaleza, propagando el desarraigo y la infelicidad. El planeta ya no es nuestro hogar, sino un campo que explotamos sin pensar en el mañana.