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El lector celoso

Somos celosos de nuestras lecturas, y celosos de nuestra forma de leer. Cada uno de nosotros tiene su lector interior y el que lo lee. Leemos siempre algo que otro no logró leer. Somos también lectores celosos de otras lecturas.

Hay una página ausente en toda lectura, una página saltada, una página que leemos mil veces y la pagina que lee siempre el otro. La buscamos a cada lectura y al cerrar el libro aparece.

La primera lectura es como el primer amor, nunca se olvida. Bajo los árboles de la Plaza XX Septiembre en Pordenone leí Cent’anni di solitudine, la primera vez en italiano, con la traducción de Enrico Cicogna…palabras nunca leídas antes, términos que ni siquiera el traductor conocía, traducciones literales que han disminuido su valor…trasportándonos en la magia de Macondo. Todos recordarán donde han leído este fragmento de fábula: “El padre Rentería se acordaría muchos años después de la noche en que la dureza de su cama lo tuvo despierto y después lo obligó a salir. Fue la noche en que murió Miguel Páramo.” No, no se trata de Cien años de soledad, sino de la madre del realismo mágico o de lo que envuelve esta escritura que nos hizo conocer Latinoamérica. Es el Pedro Paramo del maestro Juan Rulfo. Un libro que teje otro libro. Ahora nos acordamos del íncipit de Cien años de soledad…

Años después llegué a leerlo en castellano. Y asombro fue. ¿Cuál fuente habrá alimentado todo aquel imaginario? Cierto, hay que vivir para contarla y el Gabo hizo todo esto y mucho más, nos hizo cómplices al leerlo, y celosos de nuestra lectura. Quien había absorbido más, quien habrá metabolizado mejor el “sordo pánico” de esta novela sin adjetivos, cada lector tiene aún secreta una anécdota de su lectura. Celosamente somos custodios de nuestro leer.

Leemos y recordamos, leemos y olvidamos. Leemos siempre, nos recordaba Georges Bataille, con cierto temor de que una vez llegados al final, tengamos que abandonarlos; serán otros en recordarnos páginas enteras o frases épicas, el paso que habíamos memorizado: “Fue así como los niños terminaron por aprender que en el extremo meridional de África había hombres tan inteligentes y pacíficos que su único entretenimiento era sentarse a pensar, y que era posible atravesar a pie el mar Egeo saltando de isla en isla hasta el puerto de Salónica”.

Lo hemos vuelto a leer, con el miedo de que algún lector lo hubiera sustraído del libro. Estaba aún ahí. Se fue nuestra celosía, las palabras seguían intactas, la poesía no se había ido, Aureliano seguía haciendo y deshaciendo pececitos de oro, Úrsula lo acompañaba con la soledad de todos.

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