Cuán triste es mirar a tantos policías armados de cascotes y matracas, en montón, pegados unos con otros, soportando el desprecio ciudadano, aferrados a esa reja que da a la avenida 6 de Agosto, temblando ante una anciana que los mira risueña desde la terraza. Es la dueña de la casa donde los vándalos entraron a la fuerza para destruir las oficinas, embadurnar los baños, usar la cocina como cantina y sacar documentos que no son suyos.
Es el momento más bellaco del No Estado Plurinacional. Su Policía da seguridad a los que entran a la fuerza en Las Londras, en los fundos, en las siembras, en las sedes sindicales. Tiembla ante las turbas que defienden a los ladrones de vehículos chilenos, pero se siente muy enérgica ante los defensores de Derechos Humanos.
Me recuerdan otra escena histórica. Aquella vez, cuando Luis García Meza y los paramilitares que eran acusados por las torturas y el asesinato de Marcelo Quiroga Santa Cruz no pudieron resistir la mirada serena de su viuda, Cristina Trigo. Una mujer delgada, sin estridencias ni guardaespaldas llegó a la sala del juicio con la más filosa espada: la valentía. La antigua bailarina obligó a los esbirros a bajar los ojos, a disimular la mueca. Temblaban al escuchar su palabra, al sentir su silencio.
Una mujer puede más que mil milicianos.
En este nuevo 17 de julio, una anciana de 84 años burla cada jornada con su entereza al cerco verde oliva azulado para quitarle su esfuerzo de medio siglo. Cuando Luis Arce Catacora ni se decía socialista, ni David Choquehuanca era mimado por la cooperación internacional y Eduardo del Castillo ni había nacido, ella ya estaba metida en este asunto de defender a los presos políticos, de cualquier signo, de cualquier clase social, camba o aimara, mujer o trans.
A Amparo Carvajal la conocieron miles de bolivianos en el barrio marginal del oeste paceño o en algún patio carcelario. Con su terquedad se sentaba a esperar horas y horas alguna audiencia para pedir la liberación de algún chico, para hacer llegar una carta, para conseguir la medicina. Era tanta su convicción, ayunaba y ni dormía hasta lograr su misión.
Andaba de zapato plano, sin medias, con saquito de lanilla en el invierno del 72 o bajo la canícula del 74 o durante la larga agonía del 80 al 82. Fue la intermediaria para seguir la pista del robo de Carlita Rutilo, la hija de Graciela y Lucas que terminó adoptada ilegalmente por el asesino de su madre, el represor argentino Ruffo. Esas historias las ignoran las huestes del socialismo caviar porque nunca estuvieron en esas batallas por la vida y la dignidad de los seres humanos.
Se desgarran las vestiduras cuando nombran a Luis Espinal o a Domitila Chungara, pero son incapaces de reconocer la legitimidad de la Asamblea de Derechos Humanos que los albergó.
En la decrepitud sin fondo del No Estado Plurinacional, los asaltos se llaman “problema entre privados”. Los ladrones se amparan bajo el ala de la tropa policial. Los policías disputan la carga a los narcotraficantes. Las patrullas bloquean la avenida Costanera para hacer sus piruetas, sin importar que el resto de los ciudadanos tengan que ir a trabajar y los niños a estudiar.
A diferencia del 80, la cobardía es contagiosa. Hace 43 años, el representante de la Unesco ayudó a esconder el mural de Alandia Pantoja, los embajadores de países democráticos acogieron a los perseguidos, el nuncio papal se preocupó por la salud de Lidia, otra mujer agredida. Ahora hay más silencio que indignación y más cálculos que sentimientos.