De: Geovannys Manso / Para Inmediaciones
I.
Tenía que ser un relámpago, un sobresaltado ritmo, un verbo de infinitas significancias, un cosmos que trasuda su esplendor más claro, lo que acompañaba a Juan Ramón Jiménez, el día que desembarcó —junto a Zenobia Camprubí— en el puerto habanero aquel noviembre de 1936, pues no de otro modo se explica ese espíritu germinativo, de total simbiosis, de anagnórisis, que cohabitó en él y en todos aquellos que llegados a su encuentro, a su voz, jamás pudieron desasirse de la totalidad de su palabra.
Hay un «cumplimiento cubano de Juan Ramón», que se nos ofrece —para evitar otras coordenadas— en la mirada atenta, en el sutil develamiento que intenta definir y ahondar esa compleja verdad, ese complejo universo que fue Juan Ramón; miradas y textos de sobrio esplendor nacidos de la memoria, de la nostalgia de aquellos que compartieron junto a él sus días habaneros y cubanos, sus proyectos, sus tertulias, sus conferencias; advirtiendo, de inmediato, la historicidad impertérrita que cambiaría para siempre su percepción no solo de un hombre, sino también, de una tradición, tal y como lo advertía José Lezama Lima, cuando le escribía a Zenobia, en junio de 1955:
«¿Lo que representa para mí haber conocido en aquella oportunidad, a Juan Ramón? Algo como un permanente estado de conciencia, como la aclaración de mi destino, como la marca de mi incesante fervor poético. Creo haber sido siempre fiel a esas señales. Y haber engendrado en mi país, un movimiento poético que se ha hecho historia, imagen operando en la historia. Ese es mi orgullo, y eso es lo que tengo que defender. Lo que sigo defendiendo».[1]
Los trazos lezamianos sobre Juan Ramón, reaparecerán en las páginas finales de este esbozo. Antes, accederemos a esa sumatoria de voces que explicitaron su pasión y su orgullo hacia lo que Cintio Vitier definió como «la vida y la obra de un héroe».
Uno de aquellos jóvenes que por entonces escribía sus primeros poemas y que más tarde se convertiría en uno de nuestros principales poetas, era Gastón Baquero; luego, aquí en España, tendría la suerte y el deseo de acercarse más y mejor al autor de Platero y yo. En una entrevista concedida en 1987, en Madrid, confesó:
«Su presencia en La Habana fue para mí, como para todo amigo de la poesía, un espectáculo maravilloso, una incitación al rigor, a la exigencia propia. Juan Ramón callado, solo, tranquilo, o leyendo sus prosas y sus versos era una lección de poesía viva. Él era un poema de Juan Ramón Jiménez. Con su sola mirada obligaba a tomar en serio a la poesía».[2]
No se contentó Baquero con «recordar». También escribió textos insustituibles, ensayos de una tesitura asombrosa. En «Eternidad de Juan Ramón Jiménez» escrito en 1958, tras la muerte del poeta, se adentra sin pausas en análisis literarios, éticos y estilísticos, señalando elementos puntuales, viscerales de su poética.
«Este hombrazo, Juan Ramón —enfatiza Baquero—, es de un vigor, de una fuerza, de una reciedumbre, insólitas. Lo que se propuso fue lo más difícil y lo más arriesgado. Responder a la llamada de un espeso misterio, darle frente de por vida y aceptar el reto de guerra a muerte, noes un empresa que los humanos admitan corrientemente».[3]
Y culmina esas páginas diciendo:
«Ante el puente de su Obra total, puente hacia el cielo, hacia la libertad, hacia la creación, podemos reconocer el milagro, y tocar la encarnación de lo inefable, y confesar que por fin hemos visto, en nuestra lengua, cómo es cierto, cómo es verdad, cómo es así, que allí ha estado la poesía. Pues la obra de Juan Ramón Jiménez pregona la realización de una experiencia esencial, y sentimos dentro de ella que la Extraña se hizo presente al fin, que el dios volcó su parusía, que la fugitiva dejó tomarse las huellas y el temblor. Esta obra nos lleva de la mano, de la mano de la muerte, a repetir la palabra, la oración que nos reclama desde su silencio un hermoso jardín: sí, Dios ha estado aquí de visita esta mañana».[4]
Esa visitación juanramoniana propició otros textos no menos lúcidos, como aquel cuando supo de la entrega del Premio Nobel y, aprovechando las páginas del Diario de la Marina, donde laboraba, les advierte a sus lectores:
«Por dentro, en silencio, mirando hacia todas partes con grandes miradas, sin párpados, insomne y a ritmo con el último temblor de un junco o de una estrella, Juan Ramón ha hecho su mundo cuantioso e incesante».[5]
¡Qué sonoros! ¡Qué vivos!, cada uno de los textos que dedicara Gastón Baquero a Juan Ramón: perpetuando en ellos esa memoria deificada por su ausencia y deificada también por su presencia. Baquero no deja de ser suscitante y activo, proclamador y dialógico; tanto como lo fue Cintio Vitier, ese otro atenazado por la auroral estancia del poeta andaluz.
En su «Homenaje a Juan Ramón Jiménez», escrito entre noviembre y diciembre de 1956, Cintio se acerca a instantes casi íntimos, de secreta complicidad con Juan Ramón, relatando poéticamente sus primeros encuentros, en el Hotel Vedado, mientras esperaba, sobresaltado, la crucifixión o la salvación de sus primeros poemas, dados al maestro:
«Con un 1 hermosamente deformado —recuerda Cintio—, como la torre o la palmera en el temblor del agua, me calificaba los poemas mejores; con un 2 que era el cisne salvado de los lagos de Darío, me premiaba los poemas peores. Yo iba pasando mi examen como una fiebre atroz, larguísima, dichosa».[6]
Luego, se va adentrando, de a poco, entre pequeños párrafos subtitulados: «Las nubes», «Los colores», «El oro», «La extrañeza», «El milagro» en muy disímiles zonas de su obra, su poética, su legado, su eticidad; yendo de un libro a otro, de una época a otra; de un sobresalto a un nuevo sobresalto, para llegar, quizás, al instante de mayor fervor dentro del conjunto, cuando advierte:
«Tu vida y tu obra, en su lucha jadeante con la tentación de lo divino, son la vida y la obra de un héroe. Tu poetizar es una gesta larga, dichosa y dolorosa, lentísima en su intensidad, como fue una gesta fulminante el poetizar adolescente de Rimbaud. No perteneces a la línea de los fruitivos artesanos, sino a la de los conquistadores vehementes de la poesía; y entre ellos, en un sentido, no tienes par. Nadie ha llevado, hasta la ancianidad —enfatiza Cintio—, una vida tan absolutamente trasmutada en poesía, instante por instante, nube por nube, fuego por fuego, como tú».[7]
Al leer «Homenaje a Juan Ramón Jiménez», percibimos inmediatamente a un Cintio Vitier muy apropiado de un vasto universo juanramoniano. Estamos ante un autor que ha leído, comprendido, asimilado, dialogado, discutido y analizado cada minúscula gradación en los lenguajes, sistemas y dictámenes que fue desarrollando Juan Ramón en su largo decursar por los mares de la Poesía. Un texto vital, necesario, consciente del valor que entraña como texto, al hacernos partícipes de semejante grandeza; al mostrarnos variaciones incesantes: un Juan Ramón múltiple, intenso siempre, lacerado por el tiempo e iluminado por la palabra. Como si hablara con su padre, Cintio concluye:
«América y el sufrimiento hicieron de usted otro poeta, ejemplo áureo de vitalidad creadora, continuador diferente de su único destino. Y ahora veo que su semilla cierta en nosotros fue la sed, el deseo, la ambición de una fama del ser que está siempre, despedazada y fiera, en los límites del idioma, a las puertas de la huraña, gloriosa e indecible Realidad».[8]
Fina García Marruz, en cambio, nos devela «otro» poeta en su ensayo «Juan Ramón». Junto a Cintio, Baquero, Lezama y Florit, ella vivió el privilegio de aquel primer encuentro y nos entrega un texto lírico y ferviente, vivencial y analítico, y casi azorada, entre signos de admiración, confiesa:
¡Otoño de mil novecientos treinta y seis, que nos trajo al poeta y a su mujer, de la tragedia de la guerra a nuestras playas! ¡Tener por primera vez, entre las manos, aquel paraíso de esencias, más real que todo lo que mirábamos, repasar, absortos, toda la tarde, a la salida del Colegio, en la casa que estaba cerca del mar, aquellas páginas![9]
Fina se detiene y nos detiene en algunos de sus libros esenciales, en ciertas zonas muy americanas de su poesía: «La América dio a Juan ramón la noción de Espacio que faltaba a su poesía»[10], nos revela Fina, y luego agrega: «En Juan Ramón no había un poeta, sino varios. No es el caso de Antonio Machado, violonchelo nobilísimo, pero de una sola entonación».[11]
Leer a Fina García Marruz mientras nos traduce sus lecturas juanramonianas, sus cercanías y otredades, es avistar una voz fidedigna y locuaz, que muy sagazmente retrató la grandeza y el vigor de los verbos de Juan Ramón.