El solsticio de invierno es una fecha emblemática porque revela la esencia de la “Era de la Impostura” que vivimos en Bolivia desde hace más de tres lustros. Nada es lo que parece, y lo que aparece en la superficie, esconde más de lo que desvela.
En días pasados hemos visto fotografías y filmaciones de las máximas autoridades del país disfrazadas con trajes arcaicos, inventados con el propósito de mantener la ficción de una nueva era en la que el poder social estaría en manos de indígenas originarios. Nada más falso: el poder del Estado (o el poder político desde el Estado), ha sido avasallado por un movimiento oportunista, que no representa en absoluto a las “grandes mayorías indígenas”, en primer lugar, porque esas mayorías ya no lo son desde hace más de tres décadas.
Aunque la ministra de Culturas, tan vanidosa en su atrevida ignorancia, tache de “inquilinos” a ciudadanos de Santa Cruz, la realidad la contradice y la hace quedar en ridículo: los dos últimos censos de población demuestran con cifras irrefutables que en este país somos en gran mayoría mestizos, y que la población originaria se ha ido reduciendo gradualmente (lo cual explica la negativa del gobierno a realizar un nuevo censo que estaba previsto en 2022). El Censo de 2012 ofreció resultados que al gobierno del MAS no le convenía difundir, pero el informe existe y es muy claro: apenas 17.22% de los bolivianos se consideran aimaras, y sólo 18.52% quechuas. Sumados con guaraníes y otras etnias menos numerosas, no llegan a 40%.
Más allá de la impostura de imponer, mediante una propaganda abusiva, los símbolos de una minoría que se reclama indígena y agita wiphalas, sobre una mayoría que es mestiza y enarbola la bandera tricolor, hay hechos que trascienden lo simbólico y afectan profundamente la estructura social, ideológica, política, y económica de Bolivia.
Los disfraces (dignos de dibujos animados de Disney), en los que se envuelven altaneros Evo Morales, Choquehuanca y el propio Arce Catacora (que trabajó para gobiernos neoliberales), simbolizan sobre todo la simulación de quienes quieren vender una imagen que no corresponde con la realidad.
Choquehuanca, en particular, pretende revivir mitos y darle vuelta atrás al tiempo de los relojes mientras despliega su filosofía de Alasitas sobre el equilibrio de las alas del cóndor o el sexo de las piedras. Su ardid de aprendiz de brujo no convence a nadie, ni siquiera a sus acólitos más cercanos, porque lo que trata es de ampliar el espacio del oportunismo político, bañado de un lenguaje tan vacuo como intrascendente, que solo revela la reducida capacidad intelectual del sujeto y disimula su trayectoria de mediocridad profesional y esterilidad creativa.
Las dictaduras militares eran francas: eran dictaduras y punto final. Aguanten todos. Los neoliberales eran llanos: se desempeñaban de acuerdo a una ideología que exponía su orientación sobre el desarrollo nacional. No aparentaban lo que no eran. Sin embargo, los gobiernos del “proceso de cambio” se caracterizaron desde aquel 21 de enero de 2006 en Tiahuanaco, como el epítome de la falsedad ideológica y de la transmutación inversa. Se arroparon no sólo en disfraces creados para alimentar un imaginario colectivo engañoso, sino en un relato que ha tenido efectos peores. Los disfraces son parte del folklore y quedarán en el anecdotario político, pero el relato deja resultados perversos.
Quizás lo más visible es la esquizofrenia entre el discurso de la “madre tierra” o Pachamama, y el sistemático proceso depredador de la naturaleza, nunca antes visto en Bolivia: millones de hectáreas incendiadas, ríos envenenados con mercurio, destrucción del hábitat de miles de especies de plantas y animales. Los daños son irreversibles y han sido seriamente estudiados, pero la impostura se mantiene con un cinismo apabullante.
Lo propio pasa con el discurso indigenista y de derechos humanos. Mientras los líderes del MAS engañan a los indígenas con promesas y los corrompen con prebendas, destruyen también las formas tradicionales o actuales de organización comunitaria. La corrupción en el Fondo Indígena fue una operación maquiavélica para descomponer y sojuzgar a los dirigentes de “movimientos sociales” inventados para evaporar formas nobles de organización sindical y popular.
La demolición de los derechos humanos se ha realizado sin lograr corromper a las organizaciones de la sociedad civil, como la APDHB, pero creando en paralelo organizaciones espurias, que solo representan los intereses del gobierno de silenciar la protesta para seguir cometiendo atropellos a través de un sistema de justicia corrupto hasta la médula. Paradoja mayor es que el régimen autoritario del MAS presente “propuestas” sobre derechos humanos en Naciones Unidas…
Así vamos, gobernados por la impostura como nunca antes había sucedido en la historia del país.