Tengo certeza de que no hay dolor más profundo que la pérdida de un niño en la familia. Cuando la muerte de uno de ellos sobreviene luego de un dolor físico, el suplicio del recuerdo se torna más tormentoso, y entonces la comprensión de ese dolor es la clave para entender cualquier otro dolor, concibiendo el sufrimiento humano como parte de una arcana solidaridad que hace que los Estados asuman la obligación de velar por la garantía de la formación integral de los menores, siendo sin duda la salud el derecho primario de los niños al tener vínculo con la propia vida.
Los niños de familias pudientes no están exentos de enfermedades graves, pero los índices de morbimortalidad entre ellos son por supuesto menores, porque tienen acceso a una medicina preventiva y aun curativa de mejor calidad. En cualquier caso, ningún niño, independientemente de su condición socioeconómica, debe estar fuera del ámbito de la protección del Estado.
Empero, el dengue que está azotando a las zonas tropicales del país y la incidencia que tiene sobre todo en los niños, no hace más que confirmar algo que ya todos sabíamos: nuestros niños, en los hechos, no gozan de la protección del Estado que el Art. 60 de la CPE proclama. Es decir, la preeminencia de sus derechos, la primacía de su protección y el socorro en cualquier circunstancia y la prioridad de su atención en los servicios públicos y privados, son postulados únicamente de papel, que todo lo aguanta.
El Hospital de Niños de la ciudad de Santa Cruz está tan saturado de pacientes que, en consecuencia, no presta una atención adecuada ante la emergencia vírica. Pero también existen denuncias de madres por la negligencia de algunos médicos, factores que, sumados al descuido de muchos padres, han ocasionado la muerte de más de veinte niños hasta el momento.
El Código Niño, Niña y Adolescente prevé que los comprendidos en este grupo etario deben merecer una atención prioritaria y protección preferente en el acceso a los servicios públicos, así como atención en situaciones de vulnerabilidad y en la protección y socorro en cualquier circunstancia. Nada de eso se cumple, porque pertenecer a grupos socialmente humildes y económicamente deprimidos es un pecado irremisible en sociedades como la nuestra, en las que quienes tienen suerte logran ingresar apenas a los pasillos de los hospitales, gimiendo en sus pétreos pisos y sin ninguna medida antiséptica.
Pobres de nuestros niños y de sus padres, a quienes la vida y las limitaciones económicas —de las que derivan incluso limitaciones higiénicas en sus hogares— los ponen ante una lucha de resultado casi previsible y trágico. Ante la escalofriante privación de las familias que viven en áreas rurales —que en un 60% carecen de agua potable y en 20% de inodoros—, ellas están obligadas, bajo pena de inanición, a colectar agua pluvial en recipientes expuestos al aire, los cuales, como los médicos advierten, son los principales focos donde se crían los mosquitos transmisores de la endémica infección.
Y no podemos pasar por alto las insalubres condiciones medioambientales en que viven los niños próximos a los centros mineros, donde la ingesta de copajira produce enfermedades graves como linfomas y leucemia; tampoco que la ignorancia de los padres y la persistencia de su consumo a través de la contaminación ambiental de la flora, del suelo y de la fauna terminan en la muerte de un niño por día en promedio y que el Estado, de acuerdo con el texto constitucional y la ley, tendría que evitar en buena medida. Los oncólogos clínicos son contados, hay pocos radioterapeutas y no existen suficientes quirófanos, ni siquiera camas para recibir tratamientos quimioterápicos. Y ya ni hablemos de la obligación legal que tienen los centros de medicina privada de atender a pacientes pediátricos en situación de vulnerabilidad. Eso es pura ficción…
El Art. 16 del Código Niña, Niño y Adolescente está sólo para la anécdota, porque, a pesar de ser norma de orden público, el Estado tiene poco menos que una nula intervención en los casos de trabajo infantil en actividades de riesgo. Aunque no es una exclusividad de los estratos bajos, es allí donde se originan la mayor parte de los malos tratos a los niños, precisamente por la condición social que determina que algunos padres vean a sus hijos como su propiedad que les da derecho, y como se ha visto últimamente, incluso de dar fin a sus vidas.
La incidencia en el área rural de niños que no están inscritos en el registro cívico transgrede el derecho que tienen al nombre y filiación y que los hace jurídicamente invisibles en la sociedad. En fin. Se acerca el Día del Niño… que sólo los privilegiados podrán celebrarlo…
Augusto Vera Riveros es jurista y escritor