Para nadie es un secreto que las disputas internas del MAS han puesto de manifiesto el fin de la hegemonía masista y a su vez, el fin del Estado Popular. La impresión generalizada es que se disputan lo último que queda; lo último que queda del Estado Popular frente a la inminencia del Estado-ciudadano. Al primero lo fundamentaba lo “nacional-popular”, al segundo lo fundamenta lo “democrático-ciudadano”. Vivimos pues una batalla epocal.
No se trata de un problema de gobernabilidad, se trata de un momento de crisis estructural del Estado que nos deja la sensación de que mientras ellos se sacan los ojos el país funciona a la deriva, por encima, o por debajo, pero bastante lejos de las trifulcas masistas.
En torno a esto hay en la actualidad tres interpretaciones sociológicas que intentan explicar el actual estado de cosas: una sostiene que se trata de un Estado Fallido, es decir, de un Estado que fracasó en el manejo de la nación y que nos llevó al límite histórico del desastre. Otra, la oficialista, que sostiene que lo que vivimos son las vicisitudes de la transformación histórica producto de la Revolución Cultural y la fundación del Estado Plurinacional, y la mía propia que sostiene que ha concluido el periodo histórico del Estado Popular, y que, en su lugar vivimos un momento de transición en que la sociedad y las instituciones de la sociedad civil intentan organizarse como fuerzas políticas a partir de las identidades urbanas, ahora nucleadas en plataformas ciudadanas y grupos de presión propios de la calle.
Los argumentos en favor de un Estado Fallido son sin duda válidos. El MAS fracasó en su intento de transformar el país en el escenario del Socialismo Siglo XXI. Ninguno de sus postulados alcanzó un nivel que dejarían marcado un derrotero de curso obligatorio, como fue por ejemplo la nacionalización de las minas o el Voto Universal ejecutados por el MNR como base de la Revolución Nacional. La inclusión social de los indígenas y otros sectores siempre excluidos hace parte del programa nacionalista, el MAS lo hizo posible más allá de las formalidades, y eso hay que reconocérselo encomiablemente, a más de esto y algunas otras pocas cosas más, las medidas que desplegó el MAS solo fueron las expresiones finales del Estado del 52 con una sobredosis de racismo a la inversa. Ninguna fue un acto propiamente fundacional.
Los argumentos que consideran que la crisis actual se debe a la descomposición del Estado Plurinacional son igualmente válidos, pero esta crisis final del MAS es también producto del fin del Estado Popular. Es la evidencia de que el intento de refundar una nación desde la perspectiva de raza no era más que una distopía en la medida en que deviene absurda en el escenario de la mundialización de las culturas y la globalización de las economías, a más de que el occidente capitalista no tiene posibilidad alguna de existir al margen de la modernidad victoriosa, y el pachamamismo masista va –en consecuencia- en contra ruta de toda la historia de la civilización occidental capitalista, habida cuenta del fracaso universal del socialismo real.
Lo que en mi criterio atravesamos es un momento en que la descomposición del periodo nacionalista, (de 1952 a la fuga de Evo Morales el 2019) sumado a la crisis global de las ideologías nonagésimas, la emergencia de los ciudadanos de a pie como los nuevos sujetos de la historia de occidente (por encima de los clásicos protagonistas del siglo XX; los obreros y los burgueses) bloquearon todos los intentos de transformar el nacionalismo revolucionario del MNR en un indigenismo excluyente y racialmente pautado, que en los hechos nunca fue parte del plan revolucionario del MNR, al contrario, al basar su accionar político en la alianza de clases que lo llevó al poder, evitó cualquier contaminación de orden racial o étnica. La Revolución Nacional se proyectaba como una república capitalista inscrita en la modernidad al mejor estilo de occidente, el Estado Plurinacional es su antítesis histórica.
Los nuevos actores políticos nacidos del poder ciudadano deben desarrollar una visión clara sobre la trascendencia del momento actual. No se trata de un recambio de gobernantes, tampoco de un golpe de timón en el actual estado de cosas, menos de la reposición de las condiciones previas al advenimiento del MAS el 2005, se trata de un momento de inflexión en que alguien debe reencausar la historia nacional bajo un nuevo paradigma político e “ideológico” (si cabe el término de por sí caduco). Un nuevo paradigma en el escenario propio del siglo XXI y en el horizonte de la democracia ciudadana y liberal, por ello, las jóvenes generaciones actuales tienen, en toda la extensión de la palabra, un desafío de dimensiones epocales.