Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Nieve pesada primero, esa que derriba árboles, nieve imposible de someter. No aquella seca y hasta poética que cae como ceniza y es suerte de polvo en el piso. No, esta va dramática, viene después de horas con buen tiempo, cuando comienza a enfriar, se vuelve lluvia y de ahí pasa a guiso turbulento que paraliza todo.
Días después, con la persistencia del frío, la masa ya congelada va derritiéndose a migajas, convirtiendo cada noche siguiente en una peor. Forma rocas, hace agujeros en el pavimento, montículos sólidos que parecen concreto. Conducir sobre ella rompe la armonía del silencio invernal; las llantas de los autos sufren, a veces explotan o son perforadas por cuchillas heladas. El vehículo se mece de un lado a otro, revienta los trozos más frágiles con explosiones de bala, es un manejar sobre cristales, sobre vasijas rotas, noche tras noche sin visos de mejorar. Hielos que persisten por meses, los remanentes de una nevada tal en diciembre suelen permanecer hasta marzo, mayo incluso, con la chirriante cantaleta de vasos quebrados. Ni el pico penetra los túmulos que se forman en las bocacalles. Dulce naturaleza convertida en ogro, excavando boquetes en el alquitrán a manera de ácido. No hay arena ni sal para domeñarla, es tanta que solo paciencia verá disolverla.
Estoy acostumbrado. Por encima del fragor de guerra de este tipo de nieve siguen los sonidos animales. El ulular de búhos, lechuzas que cruzan las luces del automóvil y te miran con ojos de máscaras punu del África Ecuatorial. Piel de gallina por las amantes muertas.
Estallan fragmentos de hielo, suenan como las rodillas de mi amor. El lamento de las zorras entre lo agreste semeja el espantoso grito de la Banshee. Habrá que releer a Yeats.
Ropas tiradas a tramos. Alguien ha ido desnudándose mientras caminaba. Modestos abrigos pobres. En la calle Syracuse un barbado joven sin pantalones, linga y culo a la intemperie, habla en su celular. Prosigo, no puedo detenerme ante cada miseria, ni recordar cada alegría. No amo el calor y odio la tumultuosa Miami, pero no me vendrían mal eucaliptos semidesérticos con lobos marsupiales, o acacias y embarazados baobabs. Habrá que releer a Agostinho Neto. El Zambeze truena, el rocío que esparce su explosión, llamado “splash”, al caer en las cataratas Victoria se mira como nube desde la distancia en Zimbabwe. Enfrente está Zambia y debajo gordos mutiladores hipopótamos. Hay que releer a Richard Burton, la búsqueda del Nilo Blanco en las Montañas de la Luna. África y hielo, aves níveas que flotan en el aire con máscaras gabonesas.
En medio de la zozobra, de los obuses que estallan con las ruedas, uno piensa en el amor aunque no exista. Lo asocia con la muerte. Grita la Banshee y su otra prima demonio, la Lennanshee, calla y seduce a los poetas para matarlos. Decía el gran Yeats:
“The Leanhaun Shee (fairy mistress) seeks the love of mortals. If they refuse, she must be their slave; if they consent, they are hers and can only escape by finding another to take their place. The fairy lives on their life, and they waste away. Death is no escape from her. She is the Gaelic muse, for she gives inspiration to those she persecutes. The Gaelic poets die young, for she is restless, and will not let them remain long on earth.”
No viven mucho los poetas porque los besa un vampiro. He derivado de la nieve pesada a fábulas irlandesas: Quién sabe, quizá porque temo que en esta oscuridad, en donde moriría en minutos sin calefacción, haya decidido errado el camino del sur. Pero aquí o allá demonios hembras cuelgan del árbol como peramotas. Y son fruta jugosa.
04/01/2022