El nuevo escenario sociopolítico boliviano (la conflictividad occidente-oriente) está evidenciando lo que algunos liberales dicen desde hace mucho tiempo: Bolivia no es una nación (al menos no en el sentido clásico de este término), sino un país nacido del azar histórico. Una sociedad que quedó encerrada en una jurisdicción que no respondía a ninguna necesidad histórica ni, mucho menos, al alma de un pueblo —concepto este siempre vago pero muy seductor para las masas afectas a la tradición—.
Escuchar que Bolivia no es nación puede ser traumatizante y hasta antipático, teniendo en cuenta el patrioterismo alimentado durante siglos por las escuelas y la tradición intelectual, poco afectas la crítica y el disenso. Nuestros maestros de escuela y más afamados historiadores, pues, no pueden imaginar que Bolivia no tenga ninguna de las características de lo que constituye una nación, al menos no en el sentido que este término posee en las sociedades europeas, las cuales tienen rasgos milenarios que hacen que sus gentes tengan vínculos en común relativamente cohesionadores.
Como dijo hacia mitad del siglo pasado Octavio Paz en su Laberinto de la soledad, el Imperio español se dividió en multitud de países nuevos por obra de las oligarquías ávidas de poder, dinero y fama, lideradas por militares revolucionarios pseudoliberales que devinieron en muchos casos caudillos, demagogos o, peor aún, tiranos. A diferencia de Estados Unidos, país se erigió sobre la base de pioneers, una burguesía nueva, la Revolución industrial y, sobre todo, la creencia de que las leyes no cambiarían la realidad social, los nuevos estados hispanoamericanos se construyeron sobre los escombros de la colonia. Dice Paz: “Los ‘rasgos nacionales’ se fueron formando más tarde; en muchos casos, no son sino consecuencia de la prédica nacionalista de los gobiernos. Aún ahora, un siglo y medio después, nadie puede explicar satisfactoriamente en qué consisten las diferencias ‘nacionales’ entre argentinos y uruguayos, peruanos y ecuatorianos, guatemaltecos y mexicanos”. Pero yo creo que incluso Argentina, Uruguay, Perú, Ecuador, Guatemala y México son países que pueden gozar de cierta homogeneidad social, y que el país más disfuncional de América del Sur es tal vez Bolivia. ¿Debido a qué? Debido a la compleja amalgama occidente-oriente, dos regiones —hoy lo vemos más claramente que ayer— con sociedades altamente dispares entre sí, con cosmovisiones no solo diferentes sino antagónicas y con fenotipos tan distintos que difícilmente podríamos imaginar una mestización ulterior entre ellos.
Nuestros más acreditados historiadores, como Humberto Vázquez Machicado (ver su libro Orígenes históricos de la nacionalidad boliviana) y varios otros, se han empeñado en hallar una respuesta que satisfaga a la crisis existencial de la que siempre ha sido víctima el boliviano. Esa crisis se resume en la pregunta: ¿Por qué siendo tan diferentes vivimos en un mismo territorio? ¿Qué lazos son los que nos unen? Mi impresión es que los esfuerzos por hallar una respuesta a esas cuestiones han sido sobre todo intenciones de buena voluntad para restañar heridas del pasado mucho más que razonamientos analíticos y fríos. La realidad, pues, hoy se impone frente a aquellas teorías históricas que, ahora lo vemos, no han explicado nuestra crisis de conciencia colectiva.
Pero no se me malentienda; la realidad, si se la asume con sentido de oportunidad, no debería ser tan trágica. Con todo esto no quiero decir que eventualmente Bolivia se tenga que segregar —aunque, de persistir las tensiones así, no sería raro que eso suceda en el futuro—, sino más bien que el boliviano debería comenzar a asimilar que no hay razones históricas (historicistas, diría Popper), fatales ni, mucho menos, telúricas que predeterminan que debamos vivir y convivir en un mismo territorio. Lo que debería justificar que tengamos que convivir juntos tendría que ser lo más valioso que potencialmente tiene el ser humano: la voluntad racional de construir futuro en común, y nada más que la voluntad racional.
Para ello se necesita trabajar mucho, sobre todo en aspectos educativos, con el fin de que los resultados se vean a largo plazo. Se debe enseñar que para construir un país civilizado no importa que se esté al lado de un indígena, un caucásico o un negro que tengan otra lengua, otra religión u otras características somáticas. Ese modo de ver la vida y el mundo representa toda una filosofía basada sobre todo en la libertad y no en la raza, la clase o las causas particulares de los grupos. Reitero lo que dije ya en anteriores ocasiones: si Bolivia quiere paliar su perpetua conflictividad y prevenir una eventual escisión, debe trabajar y ser gobernada desde el liberalismo.
Ignacio Vera de Rada es profesor universitario