Jorge Muzam
Hablamos de autores con Claudio Rodríguez. Me cuenta que ha leído sin demasiado entusiasmo a Whitman, quizá guiado por tanta influencia académica, por tanta mención. Me pregunta mi opinión sobre el autor. Le digo que lo leí hace muchos años dentro de un contexto personal e histórico muy distinto, tal vez para adquirir más cultura literaria, para no parecer un idiota en conversaciones de gente agrandada. Le agrego que hoy lo leo a través de las impresiones de Harold Bloom, que me salto pasos, que tomo atajos tramposos, porque la vida lectora es tan breve, que reconstruir el clásico armazón cultural demanda varias décadas, y en el intertanto simplemente te mueres por cualquier causa.
Vivimos una era lectora postbukowskiana donde es difícil sentirse atrapado por un libro. Chinasky nos ha cautivado durante décadas, sólo él, porque sus seguidores, discípulos o plagiadores son intragables. Es un estilo sin continuadores, porque para repetir tal magia habría que volver a vivir la misma vida del autor de Factotum, la misma nutrición intelectual, las mismas humillaciones, el mismo cinismo, la misma desesperanza…
Es verdad que los perdedores y el sexo, siempre orientados hacia un horizonte tragicómico, han sido un buen caldo de cultivo entre los narradores contemporáneos. Es una temática atrapadora, envolvente, identificatoria, porque tras los visillos del éxito personal suele cohabitar una ratita temerosa, un histrión de cuello y corbata que sobrevive interpretando con no poco talento su farsa cotidiana.
Es difícil saber qué temáticas y estilos preponderarán de aquí en adelante. Todo indica que la literatura se seguirá contaminando hasta convertirse en una densa nube de smog. Y no es algo malo. La honestidad creativa tendrá mucho que ver en eso. Por lo demás, cada obra es una replicancia de otras obras, cada estilo una readaptación de otros estilos. Los refritos literarios son inevitables. Cada nueva generación necesita volver a contar las mismas historias y las formas simples, entendibles, para llegar a un público más amplio son como callejones estrechos. El problema es que ciertos refritos son como resaca de licores malos, tras ingerirlos sólo quieres olvidarte de ellos. Y a los excesivamente experimentales no los lee ni su madre. Aun son pocos los escritores capaces de armar ficciones verosímiles, menos aún los que practican cierta honestidad creativa. A la mayoría les cuesta exhibir el lado oscuro de su condición humana, pocos confesarían que son unos hijos de perra enfermos de envidia, retorcidos de rencor, llagados de humillaciones, desbarrancados mil veces en la escalera de la supervivencia. Predomina más bien una patológica obsesión por mirarse el ombligo y victimizarse dulzonamente, como aventándole florcitas al propio espejo, tal como cierto paisajismo urbano burgués que le sigue lamiendo el trasero cultural a la vieja bohemia parisiense. ¿Y qué hay de los superventas? Para los lectores cultos cada best seller no es más que espumilla de ola en un mar muerto.