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Crisol u hoguera

La pugna por incluir o no la autoidentificación de mestizo en la papeleta censal está que arde. De un lado, la ignorancia, real o fingida, pero definitivamente servil, del tecnocratismo ministerial que quiere clausurar cualquier debate, usando como excusa lo indígena-originario-campesino (IOC) y, del otro, la pasión de los que argumentan que el mestizaje sería la quinta escencia de lo nacional.

El invento IOC ya ha sido castigado por la historia y los hechos, debido a que el régimen masista se ha comportado como el más duro represor, perseguidor y desintegrador de los pueblos indígenas contemporáneos, que son aquellos cuya población se asienta y vive la mayor parte del tiempo en sus tierras comunitarias de origen (TCO), bloqueando, en especial, su derecho al autogobierno que entraña la autonomía indígena.

Lo IOC se ha autocondenado como un intento, no de unir, sino de embutir, forzadamente hasta llegar a la violencia, experiencias y caminos de sujetos sociales, que tienen particularidades y rumbos propios, así como contradicciones irresueltas entre ambos. Menos violento, pero no menos artificial, es el haber despojado de su historia a las familias campesinas colonizadoras, bautizándolas de interculturales, como parte de una sostenida estrategia de manipulación política.

El régimen erigido en nombre de indígenas y campesinos fomenta el enfrentamiento de unos contra los otros y, en su calidad de máximo promotor del tráfico de tierras, en nombre de la modernidad y el desarrollo, incluso ha conseguido que campesinos establecidos y migrantes (colonizadores) empiecen a enzarzarse en choques cada vez más frontales.

Los campesinos, de origen indígena, se originaron como clase e identidad propia, a partir de la revolución de 1952 que reconoció su derecho a la propiedad de tierras, a ser electores y -lo fundamental- su condición humana, negada en la era republicana con mayor eficacia que durante la Colonia. Los campesinos son hijos y representantes de la modernidad democrática del país, nacida en contra del racismo y discriminación institucionalizados que la precedieron.

Son también los más activos vectores de la economía de mercado, en su carácter de actores y motores de los mercados de la tierra y del trabajo, ya sea como empleados, como empleadores y, muy frecuentemente, como ambos. Se trata de características que los distinguen de los pueblos indígenas, de tierras bajas y altas, esporádicos participantes de la economía capitalista. Otra distinción significativa radica en que los campesinos son protagonistas de las grandes migraciones, internas (de occidente a oriente, norte y sur) y externas, a países limítrofes principalmente.

Las migraciones internas han cohesionado y articulado el mercado interno, verdadero fundamento y armazón de la soberanía y la presencia del estado.

Lo campesino, de raíz indígena es, además, origen y fuente de sectores urbanos que conservan un vínculo umbilical con lo campesino, como los obreros, comerciantes populares, choferes o cooperativistas de toda índole, para mencionar los más visibles. Ellos componen las mayorías sociales y políticas de nuestro país. De allí que no sea un accidente que la presidencia más prolongada haya sido la de un campesino, colonizador y cocalero.

¿Quita eso que la construcción del país y sus nudos sea obra de campesinos, indígenas, igual que de grupos e individuos que no sean no se sientan o se sepan vinculados a ellos?  O, que ¿cualquier sector de nuestra sociedad sea producto de una continua corriente de intercambios, fusiones y contactos, excluyendo pureza o inalterabilidad de cualquier índole? Si en eso estriba la defensa de lo mestizo, parece tan banal como la discusión entre república y estado, de hace más de una década.

No reconocer que el perfil que distingue a nuestro país a escala regional y universal han sido la resistencia indígena a la aniquilación y a la discriminación, igual que su capacidad de convertir culturas subordinadas en referentes fundamentales de la nacionalidad, lleva a equivocarse sin remedio. Un resultado de ese error será suponer que ganar una casilla en la papeleta censal puede reemplazar la capacidad de vencer batallas políticas.

Las contradicciones e intereses de clase, origen cultural o de cualquier otra índole no se desvanecerán nombrándonos de tal o cual única manera y, mucho menos, atizando identidades particulares y sus diferencias.

Los retos que tenemos al frente con la agonía del modelo productivo decadente, la destrucción de nuestras reservas naturales, el hundimiento de la administración de justicia, del sistema educativa o la sanidad pública, no se resuelven con las etiquetas que adoptemos, sean raciales, étnicas o ideológicas. Será con un esfuerzo conjunto, fundado en los poderosos intereses comunes, que están muy por encima de las dirigencias políticas profesionalizadas que viven y medran, avivando nuestras contradicciones.

Roger Cortez Hurtado es director del Instituto Alternativo

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