Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Carta de amor para mi Irina cubierta de bombas. Para las noches en vela de sirenas y explosiones. Como consuelo, quinientos marinos rusos festejan en el fondo del mar con panzas llenas de agua negra. Bichos ciegos devoran los ojos del capitán para quedar iguales. Falta echar a la fanfarria la cabecita hinchada del que quiere ser último zar. El que desnudo montaba caballos aparece en las fotos hoy como un viejito inflado incapaz de mal. Hasta sonríe la Bestia asesina ¿Dónde está el Miguel Romanov para hacerlo devorar con perros como hizo con el boyardo Shuisky? Porque estos son tiempos de espanto y si queremos sobrevivir hay que montar el horror y guiarlo con implacable espada. Las mujeres de Ucrania que callan, y lloran a escondidas los mil años de guerra, lo saben. Eso viene; eso siempre estuvo. Ahora hay que domarlo, alimentar los rodaballos con fresca carne rusa. Nada en el tiempo ha cambiado, permanecen sultanes y zares y se siguen escribiendo cartas de amor mientras rebotan los obuses por los peldaños de Odessa. Estamos tan acostumbrados; la sangre no nos es ajena. Por eso no pueden vencer. Nunca más tomaremos café en los cafetines del 900 en Mariupol sobre el Azov. Pero podremos construir más, y, a la manera autóctona, asegurar los cimientos de las nuevas construcciones con pedazos distribuidos del Putín: una mano aquí, la cadera allá, la testa de marioneta inmunda para apuntalar el muelle.
No sé si vale la pena continuar leyendo historia. Donde la abramos, así aparezca Hernando de Soto en el Mississippí para destruir una paz que nunca existió; así Pizarro y el griego Candía en lo mismo. Culpan a la Biblia en Cajamarca por no ser una radio pero son pretextos. Cualquier página, en Vietnam o en Tangañyka, igual. ¿Qué diferencia al imbécil del Kremlin de la locura napoleónica en Rusia? ¿Qué de Mykolaiv hoy, sobre el río Bug que hundió a los alemanes y hundirá a estos? Más festín de peces y cuervos, esa corona hay que ponerle a Vladimiro en la cabeza, y asegurarla con clavos. Brilla la calva nunca insigne y por los agujeros se escurren rojas lágrimas de dolor muy merecido.
El Carnicero de Siria; el Carnicero de Mariupol; el Carnicero de Bucha. Ejército de mañazos, criminales que también destruyeron Aleppo y sueñan arrasar Kiev, cuna suya según reclaman, y Kharkiv, la ciudad más rusa de Ucrania donde rusos de allí proclaman odio eterno a Moscú. Y la odalisca baile que baile, Mata Hari pelona y fea, hasta que sienta frío detrás, en el muro de su postrero lamento. Miraba cine, Budapest el 44, Eichmann y su meliflua muerte. ¿Cambió algo? Nada. Ni cambiará. Solo tétricos protagonistas de un drama sin fin, por todo y de todo lado.
Escribir por ejemplo, decía Neruda: “la noche está estrellada”. Claro, misiles van y vienen, ráfagas de luz de balas trazadoras, fuegos naranjas y amarillos, a ratos rojos como sandía partida; azules, púrpuras, llamas de Sodoma y Gomorra. Te escribo cartas de amor mientras suenan los tiros, a la vez que afilo los cuchillos del fin del mundo para el pronto retorno a la caverna. No pudo el hombre, con todo lo que logró, deshacerse de lo básico, de su canibalismo atávico. A ser comido, prefiero comer. Los itinerantes afiladores de cuchillos de la infancia tocaban una única melodía en una armónica de plástico. La gente se congregaba alrededor y el pedal de la bicicleta hacía girar el esmeril. Bellas chispas, esas. Las de hoy no se parecen. Si hubo infancia ¿dónde está? No podemos distraernos, mi amor. Pascua de Resurrección…
Imagen: William-Adolphe Bouguereau, Dante y Virgilio, 1850