Heberto Arduz Ruiz
En la creación literaria
Si fuéramos a realizar un somero estudio sobre la concepción estética de una obra literaria, cualquiera sea el tema que ella trate, sin lugar a dudas llegaríamos a sostener que el estado anímico de su autor más se aproximaría a lo que comúnmente se tipifica como soledad humana. Y es que acaso el hombre para trasponer los umbrales de un frío y superficial materialismo, para trascender de sí y trocar su espiritualidad en moldes impresos tendría que poner en práctica aquella dura máxima de Pascal: “Aprende a estar solo en un cuarto”.
Las centellantes biografías de los más dispares e insignes hombres, biografías que no los pintan de cuerpo entero, como a hombres de carne y hueso para decir con Unamuno, confirman el aserto una vez más. En ocasiones se ha llevado esa soledad a un extremo tan inconcebible que los solitarios protagonistas han constituido verdaderos dramas, piadosas tragedias andantes. Bástenos, por ejemplo, la lectura de alguna de las numerosas biografías escritas sobre el controvertido Federico Nietzsche. Amargas páginas que encierran la angustia y desesperación de un hombre que buscó para su espíritu soledad hiriente; habiéndola encontrado, y a fuerza de tanto merodear en ese mundo donde “Dios ha muerto”, un aciago día la ciudad de Nápoles lo encontró con la mirada puesta en el infinito y la razón perdida.
A la obra de este escritor que hubo de causar revuelo en las playas del pensamiento universal, pudiéramos calificarla como apologética de la soledad, Así hablaba Zarathustra y Ecce homo constituyen, literariamente hablando, lo mejor de su vasta producción. Singular exponente decadentista, cuyo acento lírico cautiva al exigente lector, aunque se tenga que admitir muchas reservas en sus peculiares concepciones, a sus teorizantes disquisiciones, y por haber contribuido en buen grado a la sima europea que encumbró en el poder a los Fürhers de plazoleta con sus macabros campos de concentración. En suma de cuentas, con Nietzsche gana terreno la literatura: por la singular manera de decir las cosas, por lo exótico de su prosa, etc., y pierde todo asomo de filosofía que se hubiese pretendido perfilar.
El Diccionario de la lengua castellana confiere a la palabra “soledad” la siguiente acepción que nos interesa: “Estado del que vive lejos del mundo”. En este sentido usó el término Ortega y Gasset cuando anotó: “Sin retirada estratégica a sí mismo, sin pensamiento alerta, la vida humana es imposible”. El connotado autor español pareciera pretender que cada hombre se convierta en una isla, pero en una isla sui géneris: con comunicación al mundo exterior.
Corroborando lo anterior Alfonso Reyes escribió: “Cuando el trabajo humano estrecha poco, cuando el roce social apenas se hace perceptible, más holgadamente viaja el espíritu en sus contemplaciones; y, desvestido el ánimo de todo sentimiento efímero vuelve a su profundidad sustantiva, toma allí lo esencial, lo “desinteresado”, lo indispensable de las imágenes del mundo y vuelca sobre el espectáculo de la naturaleza el tesoro de sus más hondas actividades, la religión, el deber, el gusto o el dolor de la vida”(1). A propósito, ¿no es Reyes uno de los escritores de mayor significación en el campo de las letras mejicanas?
En un siempre renovado sistema de valores no se tiende a ese encastillamiento peligroso, a ese endiosamiento nietzscheano en que a lo largo del tiempo se han sumido muchos intelectuales, sino al vivir sumergido en la intimidad, en la reconditez de nuestro yo, desplazándonos a la par hacia fuera, proyectándonos en haz de comprensión y entendimiento con nuestros semejantes.
Resulta incuestionable que el hombre en la agitada vida que le impone la sociedad moderna se ha visto restringido en el anhelo de encontrarse absolutamente solo, al menos por unos instantes para poder “dialogar” con su propia conciencia y ponerse de acuerdo con ese juez severo que cuando obramos a la ligera nos golpea la mente, provocando el fantasma del arrepentimiento.
No es exagerado sostener que hay personas que desde temprana edad denotan una acentuación de la soledad connatural. Tal vez el intelectual se asimile a esta categoría. En esta breve crónica cuajada de citas de autores, añadimos una de Azorín, que no es la última: “La reflexión es la madre de la poesía, así como la soledad lo es de la reflexión” (2). Como si el aura de la soledad impregnara el ambiente con el extraño néctar de una fina y rica sensibilidad…
En “ausencia” de Dios
Acápite aparte merece la visión de ausentismo del Creador, que han llegado a puntualizar destacados pensadores. El problema de la existencia de Dios: una soledad mayor.
El discutido escritor que rechazara el Premio Nobel 1964, Jean Paul Sartre, erigió la raída bandera ateo existencialista con la cual pretendió ubicar al hombre “solo” ante el universo y sostener con ello la negación de Dios.
En una sociedad mecanizada en la que todo humanismo forjador de cultura aparentemente se presenta como falto de solidez e importancia frente a lo estólido del afán lucrativo, de un cariz materialista, el minúsculo integrante de la fábrica o el taller, de las grandes urbes, de los emporios comerciales del hipertenso siglo, no encuentra en torno suyo ámbito de trascendencia. “Es un mundo de cuerpos ocupados y de almas vacías”, no inútilmente escribió Mariano Picón Salas en sus excelentes Ensayos escogidos (3). ¿Será la batalla de la disparidad entre Cultura y Civilización?
Es en la hora actual cuando el hombre se siente abandonado en una tierra que no es la suya. Tal vez requiera de un nuevo edén, de una tierra prometida. El globo terráqueo está a punto de estallar estrepitosamente, hay disconformidad y desengaño en todas las latitudes. ¿Es el sentimiento mayúsculo de soledad, en su novísima faz?
“Dios es el inmenso ausente que en todo presente brilla”, afirmó el autor de La rebelión de las masas. En las palabras de Ortega el término “ausente” se asocia al de “solitario”; quien está ausente es el Creador, aunque tengamos testimonio de su existencia y quien está solo es el ser humano, porque lamentablemente sigue siendo fácil presa del egoísmo y la ambición, al extremo que aún hoy en día en el terreno de la praxis la solidaridad entre los hombres y los pueblos constituye un mito. ¿Hasta cuándo continuarán los hombres dándose el apelativo de burgués o proletario? ¿Por qué en algún confín de la tierra se calificará al hombre por el color de su piel?
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- Obras completas, tomo I, pág. 175, Fondo de Cultura Económica.
- Obras completas, tomo I, pág.218, Editorial Aguilar.
- Biblioteca de Ensayistas, Empresa Editora Zig Zag S. A., 1958, 233 págs.