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Hay que decir algo: la derrota del silencio

Para sus allegados, antes de morir, aseguran que Pancho Villa tuvo este imperativo encargo: “Digan que dije algo”. La última voluntad no es poca cosa si pensamos que termina siendo el corolario de una vida en la que nos pasamos adoptando decisiones y, más que dando -de carne somos-, pidiendo… Y, muchas veces, adorándonos.

No creo que sea su caso. No me lo imagino a Pancho Villa con la preocupación por “el qué dirán”; eso hay que dejárselo a los ordinarios como nosotros. A propósito, cualquier hijo de vecino podría pensar que su frase escondía un (no tan) sutil egocentrismo, y que nada de inofensivas eran sus ansias de despedirse con algo propio que fuese del recuerdo de los demás. De no haber sido quien fue, más de un desaprensivo, orondo, se sentiría con derecho a reclamarle por buscar la inmortalidad de tan grosera manera. Pero el revolucionario mexicano era, en realidad, un pícaro de primera y, entre otras, le salió esa genialidad reservada para tipos como él.

Ya en el mundo de los mortales, pocos, cada vez menos, se van en silencio. En los tiempos de la “cultura de la cancelación”, hay que decir algo: el que no dice, no es. Y no solo eso, hay que buscar la aceptación, que un “otro” valide el pensamiento individual. Rasgo de inseguridad y, quién sabe, de complejo.

Según el doctor español en Filosofía Contemporánea José Carlos Ruiz, los jóvenes de hoy en día “se están enamorando no de sí mismos, sino de la imagen que crean de sí mismos en las redes. Entonces, están más preocupados, invierten más energía en esa imagen que dan al exterior que en la realidad de ellos. De manera que cuando se desconectan y se miran al espejo, esa desconexión es muy hiriente a la hora de evaluar su ego”. Esto parece un problema grave.

El egoísmo estuvo siempre presente en la sociedad, pero hoy viene potenciado por las nuevas tecnologías, sobre todo por las redes sociales (vaya paradoja), que han democratizado la opinión personal -para volverla más pública que nunca- y, a la vez, han posibilitado el encuentro virtual de pensamientos aislados -para la conformación de tropas de enceguecidos.

Lo vemos con claridad allá donde la polarización política incapacita, en general, ciudadanos (o estos se obligan a sí mismos a no cambiar de opinión, porque lo contrario significaría tener que darle la razón al que piensa diferente y, entonces, todos prefieren morir con las botas puestas).

No obstante el rebelde ejemplo de egolatría de Pancho Villa, esta puede ser una conducta grupal. Somos gregarios y vivimos tranquilos si y solo si somos aceptados por otros. Así construimos la tropa, nuestra tropa, aun a costa de la verdad.

“La gente es aceptada o rechazada en base a sus creencias. Luego, una función de la mente puede ser sostener creencias que procuren al que las sostiene el mayor número de aliados, protectores y discípulos, más que creencias que sean verdaderas”, dice Steven Pinker, psicólogo experimental, científico cognitivo y escritor canadiense.

No importa si nos reunimos para sostener creencias que sean verdaderas. Importa la reunión, el generar contenidos de interés -propio y, por extensión, comunes dentro del mismo bando-, el propagar y defender a cualquier precio lo que tenemos para decir, casi nunca sin reconocer la posibilidad de que la verdad pudiera estar en el bando contrario. De esta forma, la rectificación y la disculpa, incluso cuando correspondan, se transforman en un signo de debilidad.

El “ser o no ser” del siglo XVII es el “decir o no ser” del siglo XXI. Del “digan que dije algo” -para la satisfacción personal o para la historia- al “hay que decir algo” -para la democratización de la palabra y, al mismo tiempo, para la derrota ineluctable del silencio-. Umberto Eco ya se ocupó de los ejércitos de necios que andan inventándose guerras obtusas en la internet, como si con Ucrania no tuviéramos ya suficiente motivo para lapidarnos todos, unos a otros, por incapaces de frenar una de verdad.

Oscar Díaz Arnau es periodista y escritor.

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