“Pensó que iba a pasar su luna de miel en París, pero la pasó en Quillota”, cuenta complacida Alejandra Matus, la biógrafa no autorizada de Lucía Hiriart de Pinochet. La frase de esta talentosa periodista condensa las expectativas de inicio de la ex primera dama de Chile, quien dejó de existir este 18 de diciembre, una semana después de haber cumplido 98 años de edad.
En verdad, la casi centenaria Doña Lucía era muy difícil de complacer. Además de su vasta colección de zapatos o sombreros, los cuales, por convenio con los diseñadores, estrenaba un año antes que las demás mujeres chilenas; la mansión que quiso habitar con el General y sus cinco hijos succionó el 5% del presupuesto del Ministerio de Obras Públicas en 1984. Al final, la edificación sobre 5 mil metros cuadrados, conocida como Lo Curro, se tragó 14 millones de dólares, cúspide numérica fácil de alcanzar si se considera que la esposa de Pinochet ordenó reemplazar el mármol verde de la entrada por otro también traído de Europa, pero de un tono más ajustado al gusto de quien fuera virtual regenta del país durante 17 años.
Lucía Hiriart cogobernó Chile desde el mismo 1973 en el que su marido traicionó a Salvador Allende y se puso como primero en la fila de los conspiradores. Pinochet había contraído con ella una deuda inmensa. No sólo por no haberla llevado a París en 1943, año en el que se casaron siendo él teniente, sino porque a ella y sobre todo a su suegro Don Osvaldo, el flamante dictador debía agradecerle de por vida el haber gestionado su ascenso a General del Ejército. Hiriart padre era integrante del Partido Radical y ministro del Interior del presidente Juan Antonio Ríos (1942-1946).
Pero el recuento de asuntos pendientes en la pareja no termina ahí.
Cuando Pinochet se ciñe la banda presidencial tras ordenar el bombardeo del Palacio de La Moneda, lleva una mancha en su historia conyugal, que no podría borrar ni con la compra de las joyas más onerosas. En 1956, los Pinochet, que ya eran cinco, se mudaron a Quito. Él, con el grado de Mayor, fue comisionado para reorganizar la Escuela de Guerra del Ecuador. Allí, Pinochet se enamoró de la pianista Piedad Noé. Detectado el cuerno, Doña Lucía empacó la ropa de Augustito, Lucía y Verónica y tomó el primer avión a Santiago. Aquel amago de ruptura marcaría la política chilena de las próximas décadas.
A su regreso a Chile, en 1959, Pinochet no sólo traía consigo las condecoraciones del gobierno ecuatoriano, sino también el peso de la culpa. A partir de ahí invertiría todos sus activos en el vano ensayo de compensar a Doña Lucía por los daños morales inferidos. En ese contexto, no resulta extraño que la tentación de encabezar un golpe de Estado se haya convertido en un inquietante motor de su vida cuartelaría. De ahí en más, sólo quedaba dar paso libre a la voracidad familiar.
Ya como primera dama, Doña Lucía organizó una estructura paralela de disciplinamiento conyugal a fin de evitar humillaciones como la que ella sufrió en Quito. Las esposas de los militares, desde soldados a generales, fueron adscritas a CEMA Chile, una fundación promotora de centros de madres, de la que la señora de Pinochet terminó siendo conductora vitalicia. Ante la primera sospecha de infidelidad, canalizada por la víctima hacia la máxima instancia de control, se procedía a la destitución del señalado, sin importar su rango. Al parecer el castigo alcanzó incluso a un Ministro de Relaciones Exteriores. Sin embargo, los tentáculos de Doña Lucía no lograron registrar todos los movimientos de su marido quien logró mantener en la sombra relaciones afectivas secretas en varias dependencias del ejército repartidas de norte a sur de la república.
El saldo final de estos juegos familiares fue el consecuente envilecimiento terminal del pinochetismo. Ya fuera del gobierno, el clan tuvo que enfrentar arrestos transitorios y una investigación a fondo por el manejo de 128 cuentas del Banco Riggs en las que los siete integrantes escondían su inmensa fortuna mal habida.
Hoy finalmente, tras 30 años de insólita demora, Chile está lista para enterrar la Constitución que los Pinochet impusieron en 1980. Doña Lucía murió tres días antes de que el veredicto de las urnas impusiera la caducidad de su legado. Y claro, la pregunta es atractiva: ¿cuánto dolor se hubiera evitado si la ecuatoriana Piedad Noé convencía a Pinochet de quedarse con ella en Quito?, o, visto de forma más global: ¿cuántos ademanes privados terminan calando la vida pública?
Rafael Archondo es periodista