─Vine a gritar mi descontento.
─Siga a la fila de los desaparecidos.
Aburrida de amantes que saltaban por su balcón en noches de cuarto menguante, empezó a coquetear con fantasmas. La sensación era excitante. Después de la media noche su espejo se llenaba de impacientes espectros deseosos de besarla.
Allá donde duerma sueña vidas distintas. Por eso aborrece pernoctar en lugares desconocidos donde puede sufrir pesadillas en las que se verá desde fuera y sufrirá por dentro. De joven le gustaba esa sensación de soñarse otro. Le divertía experimentar vidas que se evaporaban al despertar. Pero ahora prefiere soñar sobre seguro en su cama de siempre. Ya no tiene edad para volar como un halcón o bailar con damas durante horas. Prefiere sueños vulgares y cotidianos. Su mujer, sin embargo, nunca despierta a su lado.
Atardece en la costa. Ella, sentada en el muro. Sujeta la cara entre las manos. Los brazos pegados al pecho. Encorvada la espalda. Detrás, el mar se zarandea a los pies de un castillo medieval, después de tragarse al Sol. La penumbra, entre dos luces, propicia escena romántica, enamora. Él, acaba de llegar. Queda de pie. En un pestañear le desata los brazos. Solo un impulso y la tiene al alcance del puño en alto. Golpea. La muchacha cruza los brazos sobre el rostro. Se protege al tiempo que una lechuza egipcia, revolotea sobre ellos.
Caminaba, temerosa de que su perseguidor la alcance. La noche, la luna, las estrellas y las veredas solitarias eran testigos de la persecución. Al llegar a casa y cerrar la puerta. Vislumbró que la luna había dibujado una sombra con su propio reflejo.