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Regreso a casa

Irma Verolín

 Una mañana me vino a buscar. La abuela me acompañó hasta la puerta tocándome suavemente la cabeza; en un último gesto me apretó la nuca.   Alcancé a  verlo desde el pasillo, estaba vestido con un traje gris que bajo el sol parecía plateado.  Después, cuando se agachó para besarme, su cara tuvo una expresión  muy rara. Me asombraron sus ojos,  estaban endurecidos.

 Apenas empezamos a caminar me di vuelta y vi a la abuela con la mano extendida, la hamacaba con lentitud a un costado de su mejilla. Ya más lejos percibí desdibujadas sus facciones, en parte cubiertas con la mano que había dejado de balancear. A ella, que continuaba detenida en el umbral, la luz del sol también la volvía plateada. Desde la internación de mamá, por primera vez en muchos meses, iba abandonar aquel barrio. Busqué, para despedirme, hacerle una señal, pero sólo logré un molesto parpadeo.

 Nos paramos junto al poste. Las fachadas de enfrente mostraban una blancura de guardapolvo. Las ondas luminosas vibraban hasta ahogarse en lo oscuro de una puerta o el amarillo de las baldosas. Más arriba, continuando las terrazas, un lienzo transparente. De pronto, todos los árboles no estuvieron, el resplandor me encegueció. Por un instante la calle fue blanca, hasta que por fin recuperó sus colores.

Sentí el roce de la manga en mi mano apretada por la suya, la curiosidad intermitente de su mirada y el frío de un anillo. Quise adivinar si había decidido ponerse aquel traje con la corbata al tono sólo para venir a buscarme y no pude saberlo. Por su modo de caminar pensé que, por estar embutido en aquel traje, debía  sentirse agobiado. Tal vez había pasado la noche en vela. Si se empeñaba en sonreír adquiría el aire de un payaso a medio maquillar. Al rato me dijo: Subí. Había llegado el trole.

El guarda tenía un lunar velludo cerca de la boca, me sonrió. Fue un movimiento rápido. Las comisuras de sus labios se arrugaron durante escasísimos segundos y bruscamente volvieron a su posición normal. Se trataba de uno de esos hombres que consideran un deber tratar con dulzura a los niños.

Nos sentamos en los asientos de adelante, enfrentados a la ventanilla. Volvimos a pasar por los sitios donde antes habíamos caminado. El umbral estaba vacío, pero tres hojas con forma de corazón se asomaban por el enrejado de alambre, no tardarían en enroscarse a él. Ante el paso del trole, en una esquina, se alzó hacia nosotros el esqueleto de un edifico. Fuimos andando por una avenida anchísima, ribeteada de plátanos. El sonido del viento no tenía nada en común con el sol reluciente. Aspiré un olor mezclado con nafta, se desprendía de la cuerina de los asientos. Luego bordeamos el límite del gran baldío de yuyos altos con el arco de fútbol destartalado, que hacía equilibrios en un rincón. Y otra vez la claridad cubrió la ventanilla como si le hubieran colgado una cortina de papel manteca. Giré la cabeza: en primer plano su acartonado perfil resaltaba sobre un fondo de asientos desocupados. No me dijo nada durante todo el viaje, sin embargo en la vereda me comentó que volveríamos a vivir en la casa grande.

 Y otra vez la casa en el mismo lugar,  a mitad de cuadra,  con la fachada cubierta con las piedritas color plomo y la puerta de hierro  que no había perdido su actitud de encasquetada sobre el alto umbral. La vecina asomó la cabeza por la ventana y la inclinó. Me pareció descubrirle la misma sonrisa que había tenido el guarda del trole.

-Buenos días, en casita otra vez- dijo con una voz chillona que lastimaba.

Después dejó escapar algunas palabras más en diminutivo.

-Ya era hora- le contestó él.

Y abrió la puerta de calle. Primero cruzamos el zaguán: un rectángulo estirado con la maceta de helechos en un ángulo. Supuse que él estrenaba un par de zapatos nuevos porque se resbalaba. Se quedó sosteniendo la puerta cancel para que pasara yo.

El patio estaba totalmente iluminado, creí que se había instalado un relámpago. En medio de esa diafanidad  lo vi avanzar hacia la cocina y sacarse el saco. Mientras abría la heladera me preguntó si quería comer algo. El  vaho del congelador le llegó hasta la cara, ni aún así sus ojos, casi despavoridos ahora, se aplacaron. Volvió a hacerme la pregunta y yo le contesté que no. Una luz titubeante no se animaba a atravesar la claraboya opaca. Los cajones  grises del armario y frascos de vidrio peleaban contra la penumbra. Despacio se acercó a la radio. Los zapatos, que seguro eran nuevos, crujieron repetidamente. Al girar la perilla de la radio hizo salir la voz de Nat King Colle: “…si Adelita se fuera con otro la seguiría por tierra y por maaaar…” Tuve que estirarme para cambiar el dial. Con la caja de fósforos en una mano se arrimó hasta la hornalla de la cocina. El fuego lo atrajo de inmediato igual que un imán y su cara quedó impregnada de un rojo azulado. Enseguida guardó la caja de fósforos en un bolsillo. Detrás de él reconocí una silla que alguna vez estuvo a la intemperie. Apoyada en la puerta de la cocina llegué a verlo leyendo el diario en el comedor. No pude explicarme de qué manera alcanzaba a distinguir las letras en aquella oscuridad. Sin embargo me llamó la atención la fluorescencia de las paredes: contrastaban con el resto de la casa en la que reinaba un apaciguamiento de iglesia. Di unos pocos pasos. Mis sandalias de charol se dejaron llevar tímidamente sobre el parqué encerado. Entretanto se escucharon los cantos de la vecina que, atravesando el tapial, llegaban hasta allí envueltos en su propia letanía. Las cortinas, la araña de caireles, los pequeños adornos de loza estaban intactos en sus lugares de costumbre, pero parecía que los habían destinado a permanecer ajenos al movimiento de las manos por mucho tiempo. El silencio me dio la impresión de que desde ahora en adelante debía acostumbrarme a andar en puntas de pie. Entonces papá dejó el diario, se dirigió a la repisa y lentamente fue acercando un fósforo encendido  a la vela que estaba frente al retrato de mamá. Ni él ni yo nos movimos durante aquel largo tiempo en el que, varias veces, se hicieron escuchar los cantos de la vecina. Quietos mirábamos la llama de la vela, que titilaba, que tenía la base azul y la cresta de nácar y la mecha negra transparentándose, que se estiraba, que parecía una perforación en el cuerpo blando de la oscuridad.

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