“Mangia. Mangia piccolo Michel, mangia. Se non mangi non puoi morire” -Ugo en La gran comilona de Marco Ferreri-
Maurizio Bagatin
La gula es un pecado capital. Que se muera alguien de hambre es un crimen. “La comida es más importante del tiempo”, le dice el pianista Władysław Szpilman a un compañero entregándole su reloj para que lo venda, y con el dinero de la venta compre pan y salchichas. El hambre es cosa seria, y durante las guerras es peor.
En 1939 el ya precario equilibrio europeo se vio definitivamente quebrado con la invasión alemana de Polonia; el siglo breve, después de la gran guerra, se ingenió en inventarse otra guerra: hambre, miseria y dolor estaban detrás de las puertas y en las cuatro esquinas de las ya indigentes familias europeas, que aún no habían salido de un feudalismo que parecía eterno.
Las hambrunas del ‘800, las carestías y la escasez de alimentos parecían perpetuarse en el tiempo y en el espacio; todo esto mientras las ciudades atraían cada día más hacia ellas manos de obra para fabricar armas, la guerra reclutaba cada día más carne de cañón y el campo ya no producía alimento para estas bocas, siempre más numerosas y hambrientas.
El 1939 es el año que obliga a los países involucrados en la guerra en buscar alternativas en la producción de alimentos, así en Italia se llevará el cultivo del trigo en Piazza Duomo de Milán, en Londres el Hyde Park tendrá su granja de cerdos y el proclamado Dig for victory introducirá huertos hasta en las inmediaciones de la Torre de Londres; en Alemania los schrebergarten permitirán un sustento y un refugio cuando sus viviendas vienen bombardeadas, en los Estados Unidos los ya experimentados Urban Gardens de la época de la depresión se trasforman en Relief Gardens y muy pronto en Liberty Gardens, como forma de proporcionar alimentos y recursos a parados y ciudadanos.
El pan que hace Armando es un poco duro, “en po’ dur” me dice Gianfranco en su dialecto del Trentino, es el pan hecho con harinas que no son polvos, harinas de granos antiguos, es el pan “de una volta”, es el pan de ayer. Recuerdo bien como lo conservaban en la Valtellina, en Carnia, en ciertos lugares de montaña, adonde lo elaboraban en octubre, antes del invierno, para que durara hasta la llegada de la primavera, en mayo del siguiente año. Pan duro y fuerte, sopándolo en el agua resucitaba, encima de la estufa a leña se volvía fresco y crocante, se volvía como el día de su elaboración. Pan hecho con amor y con manos fuertes, pan que se come con los ojos y por su perfume, antes que con la boca; oscuro hasta el negro, al partirlo oyes palabras, la musicalidad de todo el pasado de aquel grano, y mientras lo mascas puedes ver el violento amarillo de los campos, las amapolas de un infinito rojo y la hoz y el sudor del campesino en junio.
“Cuentan los biógrafos de Fourier, que, hallándose en Marsella, los dueños del establecimiento en que servía diéronle el encargo de arrojar al mar un considerable cargamento de arroz, que habían dejado pudrir con el único fin de mantener el alto precio a que entonces se vendían en Francia los artículos de primera necesidad”, nos recuerda Rafael Barrett.
La Revolución del ’52 en Bolivia trajo cambios, gatopardescos, como todos los cambios de amo lo son, un mundo estaba en su ocaso, otro emergiendo, así siempre –no existen poderes buenos, canta el cantautor- desde el alba del mundo. Pietro Dominici, el representante del mundo en su crepúsculo y Juan Choque, el nuevo mundo al cual ha llegado su hora, al medio Carlos Cáceres -ni chicha ni limonada o burguesía floja– y una narración nueva, la de Raúl Botelho Gosalvez, la cual describe el cambio, el aire de turbulencia y el caos producto de la reforma agraria. Carlos Cáceres “Abrió la lata de Croned Beef y al sentir que un olorcito medio picante brotaba de aquella vianda resolvió arrojarla al rio” mientras Juan Choque le lanzó un grito “¡No, no la tire usted! -exclamó Choque-. Es delito desperdiciar la comida”. Comer y luego morir, la carne en estado avanzado de putrefacción le costó la vida a Juan Choque, el aymara que acompañaba a Carlos Cáceres, él estaba ya encaminándose hacia el cambio tanto esperado por una parte de la sociedad boliviana de aquel entonces.
Luego de más de medio siglo, otro cambio, el llamado Proceso de cambio. El Proceso de cambio es una metáfora, “la última que oímos”, nos cuenta un sociólogo boliviano. Debíamos, a través de este proceso exportar alimentos mientras, con este proceso ahora importamos papas, tomates y la casi totalidad de la harina (polvo con tres 000) de trigo que consumimos. Algo así, una serendipia para obtener y conservar el poder. Nada más.
Los cuentos de hadas son verdad. El jorobado Tabagnino hizo de necesidad virtud, de zapatero de la calle, muerto de hambre y sin que nadie le lleve siquiera unas chancletas a reparar, se ingenia en engañar al Hombre salvaje, lo que se come a todos los que encuentra. El tacaño es el malo del pueblo, guarda todas sus riquezas, el oro y el dinero sin compartirlo o disfrutar de él, ni siquiera con su esposa. Tiene siempre hambre y no desdeñaría desayunarse al jorobado Tabagnino si no fuese que el jorobado, hambriento él también, pero con cerebro fine, se ingeniara en como salirse vivo de ahí, y con el provecho que el Rey de Portugal le propuso en una bandeja de oro. El reino se libró del Hombre salvaje, lo que a todos se comía, y el jorobado Tabagnino fue nombrado por el rey su secretario.
¿Qué haríamos sin los cuentos de hada? Sin esta verdad que pertenece al patrimonio oral de la humanidad, sin la moraleja o las guerras, el hambre, el miedo y el sapo que se vuelve príncipe, sin el don de la narración frente una chimenea o en la oscuridad del invierno, bajo un libro de estrellas en el verano. Esta es la gran metamorfosis que sigue alimentando al ser humano, vivir para escuchar, oír para luego transmitir, fingir para que todo, así, sea aun mas real. La memoria es obra de campesinos, no de escritores. Se cultiva como se cultiva la tierra. Se le da la vuelta, se la fertiliza. Es una compañera que da buenos frutos para masticar con los dientes. Satisface y sacia, y su sabor es siempre novedoso en cada palabra, con cadencia de reloj de arena, de labios que se secan y reportan a su lengua, salivas y memorias. La lengua es el genio de la tierra, sus narraciones la sal necesaria.
No sabemos si a Albert Hofmann le gustaba el pan y no conocemos su alimentación, lo que sí conocemos es su invención, el LSD, nada más y nada menos que el ácido lisérgico, un alucinógeno. Hofmann lo sintetizó en laboratorio, pero en natura lo podemos encontrar en el ergot, un hongo parásito (claviceps purpurea) que desde siglos ataca las plantaciones de centeno, un cereal antiquísimo que se difundió por todo el mediterráneo. Y en el mediterráneo existe una isla alucinante y alucinada, en 1835 Alexandro Dumas la describió así de triste: “Es difícil encontrar algo más triste, más sombrío y desolado que esta infeliz isla que forma el lado occidental del archipiélago de las Eolias. Es un rincón de la tierra olvidado en el momento de la creación, que permaneció en el momento del caos». Esta isla es Alicudi y en Alicudi las alucinaciones fueron provocadas por un alimento: el pan negro de centeno. Ahora tenemos que imaginarnos un periodo de grande carestía, cuando el pan era la base de la alimentación, todos lo comían y muchos respiraban la harina durante el empasto. Tomar ácido lisérgico sin saberlo es definitivamente diferente al acostarse en una alfombra y entregarse una estampilla empapada de LSD. Si se toma sin saberlo, el cornezuelo de centeno provoca experiencias alucinatorias mucho más profundas e incontrolables. Durante muchísimo tiempo los habitantes de Alicudi vivieron alucinados entre brujas, mujeres que se transformaban en grande pájaros y volaban en dirección de Palermo, y con el misterio de vivir alucinados sin saberlo. Tal vez Ulises en una de sus peripecias amarró el barco propio aquí.
Las fabulas son verdades. Pregúntales a los mas ancianos, a los de la última generación que no conoció la juventud, el ser joven, los que nunca se pusieron un par de jeans y no saben que es una discoteca. Ellos oyeron y luego contaron fabulas durante las vendimias, cuando cosechaban el granoturco, después de las misas el domingo, durante los banquetes nupciales y, sobre todo, aunque no lo crean, durante los velorios en un funeral. Retornan el aedo, el trovador, el cantastorie popular.
Piruóccolo era el marido de Angiolina, y cada noche, ya sentados en la cocina, empezaban a reprocharse que uno trabajaba más que el otro; el marido desafiando a la mujer con que su oficio era el más duro, y ella con que su trabajo él nunca lo hubiera logrado desempeñar. Gracias a la intervención de su compadre llegaron a un acuerdo: al día siguiente el marido debería encargarse del trabajo de la mujer y ella del de su marido. Se levantó primero Angiolina y se fue a cortar las leñas para la chimenea, entre tanto, muy lentamente, el marido se levantó de la cama y empezó preparándose una focaccia en el horno y luego bajó a la cantina para destilar un poco de vino, mientras estaba destilándolo oyó que la gallina gritaba y salió a ver qué estaba sucediendo: un zorro se la estaba llevando entre los dientes. Enfurecido, agarró un palo y masacró al burro que debía hacer de guardia al gallinero, lo sacudió tanto que el pobre burro se murió. Volvió a la cantina y se encontró con el vino que había inundado todo el piso; subió y en el horno se había quemado la focaccia y así casi toda la casa. Lo agarró la desesperación y quiso suicidarse, se encaminó hacia el rio para lanzarse en él y así ahogarse, se desnudó, pero tuvo miedo de los remolinos, temblaba y temblaba y nunca decidía lanzarse hasta que cambió de idea y decidió volver a la casa. Una vez al borde del río no encuentra su ropa para vestir y, avergonzado, se tapa con dos grandes hojas de bardana. Esto hasta la esquina donde se encuentra con un asno que, muy hambriento, se le cerca y se come las dos grandes hojas de bardana además de lo que Piruóccolo estaba intentando ocultar. Llegado a la casa mutilado, se oculta avergonzado adentro del horno. Al poco tiempo Angiolina vuelve del trabajo y, encontrando la puerta cerrada, empieza a llamar a Piruóccolo, el cual no contesta, hasta que Angiolina desesperada por su ausencia, derrumba la puerta y oye la voz del marido diciéndole que está en el horno. Sospechando que algo haya ocurrido le pregunta qué pasó, él empieza a narrarle los trágicos acontecimientos del día hasta llegar al río para suicidarse. “¿Y luego?” le pregunta Angiolina, a lo que él empieza narrarle que “…un asno hambriento en el camino se comió las hojas de bardana, y también lo que estaba detrás escondido”. A esta última, Angiolina ya no aguantó y, enfurecida, tomó la leña que se trajo del bosque y encendió el horno. Piruóccolo murió quemado y bien tostado.
Nota: Piruóccolo en dialecto napolitano tiene un explicito significado fálico.
Rafael Barrett, El dolor paraguayo, Editorial Servilibro, Asunción, 2011
Raúl Botelho Gosalvez, Con la muerte a cuesta, en Ricardo Pastor Poppe, Los mejores cuentos bolivianos del Siglo XX, Los amigos del libro, Cochabamba, 1989
A cura di Roberto De Simone, Fiabe campane, Einaudi, Torino, 1994